Ha sido una estampida. La huida en masa de las ciudades es una constante desde el mismo inicio de este caluroso verano en el que las localidades costeras se han visto obligadas a lidiar con una masa ingente de turistas que saturan las playas hasta el punto de que hay ayuntamientos que imponen severas multas de 750 euros por ocupar indebidamente espacio en la arena, un territorio que se ha convertido en eso que los economistas denominan «un bien escaso».
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La previsión es que España supere en 2023 los 85 millones de turistas, un dato que explica las buenas cifras de empleo registradas en julio, con 21 millones de empleados en el sector turístico. Los hoteles y restaurantes, este verano con precios estratosféricos, superan ya las cifras anteriores a la pandemia y el sector registra una subida del 10 por ciento en sus ingresos con respecto al pasado año, un incremento que alcanza el 12% en el caso de las agencias de viajes.
Las ansias de los españoles por salir de sus lugares de residencia habitual y el retorno a gran escala del turismo extranjero explican este fenómeno que refleja imágenes de terrazas atiborradas, hoteles a tope, playas atestadas y restaurantes en los que, literalmente, no cabe un alma más.
Y todo eso, a pesar de las tarifas vigentes capaces de descabalar cualquier presupuesto normal. Según el Instituto Nacional de Estadística, en lo que va de año el precio de los hoteles o alojamientos similares ha subido hasta casi un 30%, un incremento que no ha provocado una disminución de la demanda, más bien al contrario.
Ocurre que el paraíso soñado en las últimas jornadas laborables bajo el tórrido sol canicular, se torna, pasados unos días, en una rutina que cambia los atascos de las vías urbanas por inmensos tapones de trafico en las zonas vacacionales; las aglomeraciones urbanas, por las que se registran a la orilla del mar; las colas habituales, por largas esperas en el chiringuito, y el agobio consuetudinario de la ciudad, por una especie de locura colectiva que agobia, y mucho, en destinos más masificados que la Puerta del Sol en Nochevieja.
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Pero ese el es peaje a abonar por disfrutar de unos días de descanso y relax, aunque los locales a pie de apartamento con música atronadora no dejen conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada. Lo de descansar es, en realidad, un eufemismo porque, si somos sinceros, hay que reconocer que muchos veraneantes regresan a sus casas más exhaustos de lo que se fueron y con una cierta decepción al admitir que el lugar supuestamente paradisiaco elegido no ha cumplido con las expectativas.
El Caribe es un cúmulo de gente, los cruceros transportan por los mares toneladas de carne humana y la exclusividad y la privacidad son conceptos que solo aplican a aquellos que, como diría la ínclita Carmen Calvo, «pueden permitírselo». Los demás, a aguantar colas, embotellamientos, falta de tumbonas en las piscinas, ausencia de hueco en las playas, paellas grasientas, más cercanas al engrudo que a la gastronomía, y sangrías que piden a gritos la intervención urgente de alguna autoridad.
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Es lo que hay, es el verano y si sobrevivimos al bufete libre, a las 'hay Homs' y a los brebajes alcohólicos de las discotecas, podremos recordar después los buenos momentos porque, afortunadamente, la mente humana tiende a borrar la ignominia como medida de protección personal. En cualquier caso, siempre quedarán las tropecientas fotos en el móvil para atestiguar que fuimos al paraíso, aunque, al final, solo nos quedáramos en sus cercanías.
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