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No hay como morirse para que se diga de uno –o de una– todo lo que no se había dicho hasta ese momento: bueno y malo. Los fastuosos y solemnes funerales de Isabel II constituyen un buen ejemplo de cómo la muerte, más que acercarnos ... al conocimiento de alguien o a la realidad histórica de un personaje, nos aleja de ambas cosas.
Las exequias mencionadas han servido de pretexto para que se mitifique la figura y el significado –tanto político como humano– de la reina de Inglaterra, hasta el punto de que parecería que, si dependiera de ciertos comentaristas, se la fuera a beatificar. Lo que –evidentemente– dentro de la iglesia a la que pertenece y, además, preside no es posible. Abundan los precedentes de lo mismo en nuestro propio ámbito, de manera que no resultaba necesario elucubrar de tal modo sobre las bondades y méritos de una monarca tan lejana a nosotros.
Ya se produjo una suerte de «ascensión a los cielos» –en nuestra crónica monárquica– de aquel desdichado rey que murió sin que llegase a reinar: Don Juan, padre de Don Juan Carlos. Se podría haber pensado entonces que se trataba de una suerte de compensación 'post mortem' o exculpación colectiva, de una reparación al olvido en el que falleció y al cual había sido relegado desde que el dictador Franco designara a su hijo para ceñir la corona, obviando que era a él a quien hubiera correspondido hacerlo de acuerdo a la línea sucesoria. Fue –de forma semejante a lo sucedido ahora– una repentina e inesperada corriente de simpatía la que se abrió paso entre la gente (transformadas en público de un entierro espectacularizado). Nada comparable al gran evento global de la muerte de Diana, por supuesto, que llegó a sobrecoger televisivamente a medio planeta. Diana e Isabel se complementan –en este sentido– como las dos caras e inevitables antagonistas de un descomunal circo mediático.
Ellas, por distintos motivos, nos acostumbraron a su presencia en el televisor de la sala de estar. El padre de Don Juan Carlos, sin embargo, vio cómo su vida transcurría en una continua ausencia: de su nación, del entorno que le hubiera debido corresponder, del destino al que –por nacimiento– se encontraba llamado. Para hallar un caso parecido al de Don Juan, tendríamos –sin abandonar el mausoleo patrio– que volver nuestra mirada al impresionante entierro (y auténtico 'planto nacional') acaecido a la muerte de Adolfo Suárez, otro gran olvidado. Los electores le habían dado la espalda en sus postreros intentos de regresar a la primera fila de la política y hacía ya muchos años que vagaba entre las nieblas de su propia desmemoria. Falleció y muchos españoles probablemente lamentaron haberlo sometido a tamaño destierro de sus vidas. Y su funeral hizo patente ese general arrepentimiento.
Cabe imaginar qué ocurrirá cuando fallezca Don Juan Carlos, reducido –al fin– a un emérito que una facción de su misma familia se esfuerza en ignorar; un triste monarca sin corona que se ha convertido –ya en edad provecta– en un exilado fiscal y un problema político. El documental 'Salvar al rey', que tanto revuelo está provocando, nos presenta a un individuo de comportamientos erráticos, amistades de alto riesgo, amantes nada recomendables y carácter tan promiscuo como temerario. Alguien definitivamente alejado de la responsabilidad y cordura que pueden esperarse de quien lleva el peso y estabilidad de todo un país sobre sus espaldas. Es muy fácil y cínico, por parte de aquéllos que estuvieron cortesanamente callados durante largo tiempo, enumerarle en estos instantes las hipotéticas tropelías por las que habría de disculparse tras dar las consabidas explicaciones que, la última vez que estuvo en España, se negó a declarar.
Pero reflexionemos acerca de una situación que, sin duda y por desgracia para él (dada su avanzada edad), no ha de tardar mucho en sobrevenir. Y no desdeñemos que quienes –hoy– lo denuestan giman desconsoladamente o destaquen sus innumerables cualidades y servicios al país; que sus mayores críticos se acaben uniendo gustosos al hipócrita cortejo de plañideros que –como ha pasado en otras ocasiones– lo enterrará con todos los honores.
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