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Confieso sin ambages que me da cosa ponerme a escribir sobre este asunto, sin duda por miedo a llegar a alguna conclusión indeseable. Porque yo ... ya lo venía pensando. Más de una vez he comentado que, de los diversos aspectos en que ha podido impactar la pandemia, éste que atañe a nuestras interioridades tal vez termine siendo el más relevante; o sea, el que reciba efectos más profundos y más duraderos. Y el caso es que voy siguiendo algunos estudios que se han ido publicando al respecto y observo que los datos que se ponen de manifiesto son verdaderamente notables; y ciertamente preocupantes, entiendo yo.
Bien a la vista está que la pandemia ha tenido consecuencias en muchos ámbitos, unos más perceptibles que otros. Los efectos sanitarios y los efectos económicos son, sin duda, los más evidentes hasta ahora. También son los más medibles. Sabemos, con más o menos exactitud, pero con una aproximación estadística razonablemente fiable, el número de contagios, de ingresos hospitalarios, en cuidados intensivos y en planta, de fallecidos, a causa directa del virus o con síntomas compatibles, de altas, de vacunados, de negacionistas, etc., etc.; luego puede haber discusión sobre la credibilidad de las cifras, pero es innegable que hay unos datos de referencia, con base empírica, que nos permiten evaluar la magnitud de la emergencia sanitaria que hemos vivido y seguimos viviendo. Algo parecido pasa en la economía: conocemos el itinerario seguido por esa curva expectante del trabajo y del paro, contamos con baremos constatables del número de expedientes de regulación del empleo, sean o no temporales, tenemos una impresión cuantificable de la incidencia en la actividad empresarial por sectores, en los niveles de solvencia e insolvencia, hayan derivado o no en concursos de acreedores, etc., etc. Sobre casi todo hay actualmente estadísticas con base sólida, sin perjuicio de que tengan margen de error en cuanto a la precisión con que reflejan una determinada realidad.
Pero yo me refería a otra cosa, creo que menos visible. Me refería a nosotros mismos como personas, no exactamente como pacientes del sistema sanitario, ni como sujetos económicos, activos o pasivos. O sea, a nuestras costumbres, a nuestro comportamiento, a nuestro estado de ánimo, a nuestras relaciones sociales, a cómo hemos interiorizado las cautelas, las precauciones, los miedos, las reservas y las distancias en nuestras conductas, a cómo hemos modificado nuestra forma de ser, nuestro estilo y nuestro modo de vida. A tantas cosas de las que tenemos conciencia de que se han visto afectadas, pero no sabemos bien ni cómo identificarlas, ni cómo definirlas, ni, mucho menos, cómo cuantificarlas, quizá porque, siendo tan ciertas como son, no son cuantificables. Y hasta he pensado que, así como la dimensión sanitaria o la dimensión económica de esta crisis se normalizarán en un determinado momento, a medida que este virus se convierta en un objeto de prevención como lo son otros y a medida que el nivel de actividad empresarial se recupere, aunque sea a base de incentivos, esa otra dimensión a la que me refiero tal vez siga ahí, sin que podamos quitárnosla de encima en mucho tiempo. Tiene mucho que ver con la salud mental, pero se manifiesta en formas y tamaños tan variados que no resulta fácil de clasificar.
Acepto de antemano la carga pesimista que puede haber en esa opinión, pero algunos de los datos que obtengo de los estudios que he podido consultar, por más que de momento sólo tengan el valor de indicios limitados o provisionales, no apuntan en buena dirección. Así, por ejemplo, que, de las personas que acceden en esta época a consulta médica, casi un 44% lo sea por ansiedad y un 35% por depresión, según datos del CIS, algo quiere decir. Y algo quiere decir que el 42% de la población confiese haber sufrido problemas de sueño desde el inicio de la pandemia, que el 38% haya experimentado ausencia de energía, o que los episodios de duelo patológico, miedo obsesivo, estrés postraumático, anorexia nerviosa o crisis psíquica de diversa naturaleza se hayan convertido en motivo creciente de diagnóstico clínico y de tratamiento terapéutico en las consultas de salud mental. Me llamó la atención el dato de que un 35% de los ciudadanos consultados admitió haber llorado en el último año y medio, el tiempo de la pandemia, a la vez que confesaban no ser personas de llanto fácil ni habitual en el pasado.
Con todo, el grado supremo de escalofrío creo que está relacionado con la estadística más atroz de todas, que es la que informa sobre los casos de auto privación voluntaria de la vida, una forma delicada de denominar lo que, sin duda con un término más brusco, llamamos suicidio. Según los datos que maneja el Observatorio del Suicidio, exactamente 3.941 personas se quitaron la vida a lo largo de 2020, cifra récord, el máximo histórico desde que hay alguna contabilización, de la que siempre se dijo, y creo que con certeza, que es muy relativa, debido a que muchos supuestos no resultan identificados como tal, sea porque faltan indicios suficientes o comprobaciones concluyentes, sea porque se ocultan, no se reconocen o no se manifiestan por el entorno inmediato, sea porque trascienden bajo apariencia de accidente, de tráfico o de otro tipo. Aun así, el dato cobra mayor relevancia si se tiene en cuenta que es ya la primera causa de muerte no natural: tres veces más que por accidente de tráfico (1.463) y trece veces más que por homicidio (289). Y más todavía si se tiene en cuenta la distribución de la cifra por tramos de edad; sólo diré que el aumento en jóvenes fue muy considerable, pero me resisto a exponer o comentar cifras concretas, simplemente por evitar la inmensa tristeza que me produce su comparación.
Así que no cargaré más las tintas, pero no dejaré de decir que visto el fenómeno desde la otra perspectiva, que es la de la atención y la de los medios disponibles en el sistema público, las carencias son notables. Nuestra media de camas hospitalarias por cada cien mil habitantes viene siendo de 40, quizá ahora mismo algo más, cuando el nivel europeo más avanzado (caso de Alemania o Bélgica) es superior a cien; y en psicólogos y psiquiatras en el sistema público andamos en seis por cien mil habitantes, cuando el nivel europeo deseable es de 18. No habrá otra coyuntura como ésta, por conciencia de las necesidades y por sensibilización con el problema, tan apropiada, para ponernos al día en materia de salud mental. Y no sé si me equivoco diciendo que uno de los rasgos que distingue con más evidencia a una sociedad moderna, justa y equilibrada, es precisamente éste: el nivel de atención que presta a las personas que sufren donde más duele y donde menos se ve, que es en el alma.
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