Desde su irrupción en marzo del año pasado, la gran pandemia ha sido convenientemente politizada por todos, entendiendo en este caso por politización el sometimiento del drama a los intereses particulares de los actores. Es triste reconocerlo, pero pocas veces ha asomado bajo el ... manto caótico del drama algún rapto de sentido del Estado. Y si esto ha sido así en el pasado, tanto más habrá de ocurrir ahora, en vísperas de las impertinentes elecciones madrileñas, convocadas por Ayuso pero provocadas por casi todo el arco parlamentario en momentos intempestivos.
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El 9 de mayo concluye el estado de alarma, y el Gobierno, con notable anticipación, ya ha dado a conocer que no ve necesario prorrogarlo. Cree que con la vacunación a toda máquina y las herramientas que proporciona la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, habrá suficiente para controlar la decisiva desescalada, sea cual sea el desarrollo de esta 'cuarta oleada' que aún podría incrementar su potencia amenazante pero que parece más contenida que otras veces, probablemente porque ya se empiecen a notar los efectos de la incipiente inmunización.
Es evidente que la mencionada ley ya estaba en vigor cuando se decretó el primer estado alarma, por lo que cabría preguntarse por qué no valió entonces para tomar las medidas de seguridad necesarias y ahora sí resulta suficiente. La respuesta es simple: en aquellos momentos tan duros, en que ni siquiera había mascarillas ni material sanitario suficiente, se imponían el confinamiento de todos los ciudadanos y el cierre de las actividades no esenciales, unas medidas tan excepcionales y de tanta envergadura que era muy lógico que el gobierno quisiera recurrir a los márgenes legales que explícitamente le proporcionaba la Constitución.
Ahora, nada indica que hayan de regresar aquellos confinamientos radicales, y habrá que adoptar medidas prudentes en lo concerniente a la libre circulación entre comunidades, al horario de apertura y grado de ocupación de establecimientos públicos, etc., decisiones que parecen ser susceptibles de ser adoptadas al amparo del art. 3 de la referida ley, que establece que «con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible».
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Por más que se hagan esfuerzos para hallar buena fe en el proceloso mundo político, parece claro esta vez que también ahora se quiere explotar el éxito del fin de la pandemia, que en cualquier caso habría de ser atribuido más a los científicos, autores de las vacunas, que a los políticos. Hay muchos muertos por medio, por lo que se debe huir en el análisis de frivolidades gratuitas, pero no puede silenciarse que resulta profundamente inmoral que los políticos se arrojen estos cadáveres a la cara, con el argumento de que había que optar entre la salud y la economía. Es muy cierto que se trataba de hallar un equilibrio razonable entre una reducción drástica de la movilidad que frenara los contagios y la supervivencia material y psicológica de la comunidad, pero ello no se ha cumplido en algún caso que el lector identificará fácilmente en que la laxitud se ha utilizado como cebo populista (y cuasi criminal, puesto que ha costado vidas).
Por eso no es ahora aceptable que en estas vísperas electorales haya quienes pretendan atribuirse el mérito del encarrilamiento de la salud y de la economía, exhibiéndose los unos como auspiciadores de la actividad y la vida, y señalando a los otros como rígidos guardianes de una ortodoxia innecesariamente rigurosa y deprimente. No ha existido un forcejeo real entre la frivolidad del relajamiento pleno y la rigurosidad del confinamiento absoluto, por lo que la sociedad está obligada a abrir los ojos al acudir a votar, ponderando tanto las obras como las intenciones de los contendientes. Y seguro que también esta vez la ciudadanía hará honor a las expectativas: sorteará las trampas y votará con sabiduría y soltura.
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