![La otra pandemia](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202010/27/media/cortadas/ibarrola-kgWG-U1205807397480zF-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Hace tan solo unos días la Comisión Europea hizo público el Informe sobre el Estado de Derecho en 2020 en el territorio de la Unión. Uno de los aspectos más destacados en relación con esta España nuestra, es la recomendación de avanzar en la adopción ... de medidas de lucha contra la corrupción. El informe comienza haciendo referencia a los avances logrados en los últimos años en el plano normativo, al haberse incorporado a nuestro ordenamiento jurídico la penalización y el enjuiciamiento de los delitos de corrupción, o las previsiones en materia de responsabilidad penal de las entidades jurídicas en casos de cohecho y corrupción en transacciones comerciales internacionales. Sin embargo, deja meridianamente claro que aún queda mucho por hacer.
En realidad, no es la primera vez que la Comisión traslada su preocupación por la situación de nuestro país en este terreno. De hecho, el propio informe se refiere a los resultados de la última encuesta del Eurobarómetro sobre la corrupción y que tampoco nos dejaba en muy buen lugar. En concreto, el 94% de los encuestados consideraban que el problema de la corrupción es habitual en nuestro país –frente al 71% en el resto de la UE–, con importantes implicaciones en las instituciones públicas –el 91%, frente al 70% en los demás países comunitarios–, y también en el sector privado, donde un 79% de los entrevistados consideraron que la corrupción es parte de la cultura empresarial en nuestro país.
Que la corrupción forme parte de la cultura de una sociedad es algo realmente grave, especialmente en el terreno social, donde afecta fundamentalmente a la convivencia, a las instituciones y al conjunto del Estado de Derecho. Junto a ello, la otra vertiente, no menos preocupante, es la económica, pues las consecuencias de la corrupción en la economía de un país son desoladoras. Por poner cifras al asunto, en el caso de España, las últimas estimaciones hablan de pérdidas de 60.000 millones de euros anuales por esta causa, lo que representa casi un 5% del PIB.
Es un hecho cierto el incremento de inversiones extranjeras en los países con menores índices de corrupción y su reducción en aquellos otros cuyas sociedades e instituciones se encuentran afectadas por esta pandemia. En el caso de España el índice de Percepción de la Corrupción, elaborado por la Organización Trasparencia Internacional, nos coloca en 62 puntos sobre cien, muy lejos todavía de los 70 en que comienza la franja en una economía pueda sostener una imagen solvente que atraiga inversiones y que aporte competitividad en el mundo.
Es necesario tomar cartas en el asunto cuanto antes. La UE reclama la implantación en nuestro país de una serie de medidas: una estrategia contra la corrupción, regular los grupos de interés o implementar herramientas preventivas, entre ellas la transposición de la Directiva (UE) 2019/1937, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, creando así canales de denuncia y estableciendo mecanismos para proteger a los denunciantes o creando organismos independientes de lucha contra la corrupción.
Normas, planes y estrategias. Sin embargo, tampoco nos podemos engañar: la integridad no se consigue a costa de un puñado de normas: Estas, en el mejor de los casos, permitirán dotarnos de un marco favorable para luchar contra prácticas corruptas, pero quedaría pendiente abordar la realidad del problema, que es mucho más compleja. De hecho, la OCDE en su última recomendación en la materia ya ponía de manifiesto la eficacia limitada de enfoques tradicionales basados en creación de un mayor número de normas o en una observancia más estricta. El organismo internacional lleva años subrayando la necesidad de poner un mayor énfasis en promover una cultura de integridad, como uno de los pilares fundamentales de las estructuras políticas, económicas y sociales en los países más afectados, como herramienta básica para orientarse en la senda de la prosperidad de los individuos y de las sociedades en su conjunto.
Esta es realmente la gran asignatura pendiente en nuestro país. Una asignatura compleja, por el compromiso y la constancia que exige, pues la integridad no es una tarea de un solo día, ni que se pueda improvisar. Es un proyecto a largo plazo que requiere la implicación de todos: ciudadanos, trabajadores, empresarios, administraciones públicas, sindicatos y organizaciones de todo tipo; desde abajo, pero fundamentalmente, desde arriba.
A los directivos, políticos y responsables de las organizaciones no solo hay que pedirles que desde su privilegiada posición implanten esos códigos éticos, canales de denuncias o sistemas de protección a los denunciantes. A ellos hay que pedirles, además, y sobre todo, que demuestren su compromiso predicando con el ejemplo. El modo en que ellos asumen sus responsabilidades, la forma en que adoptan sus decisiones o los criterios que tienen en cuenta para afrontar los problemas, son un importante parámetro que sirve de referencia al resto de la sociedad.
Ellos son los primeros que deben mostrar ese grado de implicación máximo («tone at the top») proporcionando un ejemplo edificante y saludable y desterrando el largo listado de comportamientos tóxicos que desgraciadamente vemos cada vez más en nuestro día a día y que, como una pandemia, son capaces de llevarse a toda una sociedad por delante. Esta sociedad 'on- line' de la inmediatez, instalada en el populismo en la que el valor de la palabra dada dura tan solo lo que se tarda en hacer un nuevo 'tweet', en la que la mentira, el insulto y el linchamiento y el sectarismo han pasado a justificarse siempre que sea en legítima defensa de los intereses propios sin importar que sea a costa del interés general, esta sociedad que parece empeñada en que principios como la honestidad, la cultura del esfuerzo o el respeto a las instituciones sean considerados desfasados y arcaicos, es todo lo contrario a lo que necesitamos.
Decía Simón de Baeuvoir que lo más escandaloso del escándalo es que uno se acostumbra. El riesgo es vivir en una sociedad en la que nos habituemos a la mentira, al fanatismo y a la intolerancia, en la que se denigren las instituciones, en la que solo haya sitio para los intereses individuales y en la que el hartazgo borre de un plumazo cualquier atisbo de compromiso con el interés general, que no es otra cosa que el que busca lo mejor para toda la colectividad. Nuestra sociedad y nuestra maltrecha economía necesitan que ese virus que nos acecha no nos invada definitivamente. Ante esta pandemia no necesitamos una vacuna, pues precisamente el peligro radica en inmunizarse definitivamente. Lo que hace falta es reaccionar, es implicarse en esa cultura de integridad que se reclama desde otras instancias. Nuestra sociedad y nuestra economía necesitan, ahora más que nunca, confianza y credibilidad; estabilidad y seguridad para no desmoronarse por completo y caer en un confinamiento económico en el que las cuarentenas duran mucho más de catorce días.
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