Domingo de Ramos. Por fin. Dios echó a andar en Jerusalén, en el pueblo, y el buen cristiano, o el guiri curioso, pueden disfrutar de la fiesta de la fe. Tengo escrito por ahí, y que se me entienda bien, que a Dios hay que ... disfrutarlo. Porque para eso está la Resurrección, que es por lo que merece transitar por este Valle de Lágrimas. Silencio y emoción, y hoy palmas. Palmas tras dos años de secuestro y de ese otro silencio que vino de China a cambiarnos la forma de ser. Por eso, esta Semana Santa hay que tomarla como la primera de un nuevo tiempo. Con la reflexión, la espiritualidad y todos esos conceptos que sabemos los que tenemos cierta idea de trascendencia y quizá, por eso, escribimos.
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Y luego está la calle. La ciudad y el pueblo con el paso, y el ojo en el cielo. Y el incienso. Y el Arte en la calle ahí, para la contemplación reflexiva o el mero placer de la escultura. Ir de miranda, respetar a los Sagrados Titulares, también es una forma, una más e inopinada de religiosidad. O al menos de espiritualidad. Hemos pasado mucho, demasiado, y nos merecemos que los cielos se abran, que brille la luna llena aunque las previsiones, como siempre, sean sol y sombra. La Semana Santa es el recuerdo del chocolatín del padre, el frío en la madrugada. Y tambores roncos y ese callarse porque en la madera estaba pasando algo que no comprendíamos, pero que nos sobrepasaba.
Yo disfrutaré este tiempo de silencio. De encuentro. El ciclo de la vida y la consagración de la primavera. Acaso porque en los instantes más oscuros ha habido mucho Pilatos y mucho Barrabás.
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