Definitivamente este país es imposible. Es caótico, ingobernable, está deshilachado y carcomido y, lo que es peor, carece de síntomas que evidencien una recuperación.
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Este país camina con los ojos cerrados desde hace décadas y da tumbos, como los borrachos de medianoche bajo la niebla ... y la tímida luz de las farolas cuando la madrugada se ha apoderado de casi todo. Este país es desordenado por momentos, absurdo si se quiere en otras ocasiones, tanto que resulta incomprensible y demencial. Y va a peor.
España ha dejado de ser España, o quizá simplemente nunca lo fue. Quizá aquel ejemplar tiempo de la Transición, de los políticos de altura, con talla, aquellas ganas de convertir la ceniza en un floreciente y colorido jardín, solo fue un sueño que ahora se ha perdido en el tiempo para no volver.
Lo de hoy, lo de ahora, no es una reflexión fruto de un escenario enfermizo sino la constatación de una realidad que a todos nos incumbe. Este, de verdad, es un país que ha dejado a un lado la belleza para caer en la impertinencia, el descrédito, y ha convertido el dulce despertar en la amargura de una pesadilla sin fin.
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El lamento de este lunes es el resultado de un desgobierno que alcanza a todas las estancias, aquellas estancias que se suponen deberían velar por el bienestar de aquellos bajo su tutela y que con el tiempo se han convertido más en una losa que en un elemento de alivio.
Resulta tan poco gratificante contemplar cómo medio país golpea en la espinilla al otro medio que la sensación solo podría empeorar si, como ahora ocurre, el gobernante de turno alienta la disputa de forma barriobajera y grosera mientras escupe sobre la muchedumbre.
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El peor representante público de hace dos décadas, el más torpe, el segundón de la clase, podría ser hoy con diferencia un líder indiscutible por la capacidad para conmover con sus discursos.
Es la diferencia. Aquellos eran líderes, los de ahora son elementos de cuarta salidos de la carbonera y llegados tras atravesar la cloaca, tipos crecidos y engreídos por el cargo, altivos por la moqueta que pisan y enloquecidos porque a la puerta les espera el chófer y la secretaria.
Nunca se había visto a un representante público alimentar el delirio de las masas, instarlas a atacar los pilares del estado, hacerlas creer que la defensa de los principios debe realizarse quemando la calle e incendiando las instituciones.
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Quien de este modo obra solo muestra su miseria y su impotencia, y da igual las siglas bajo las que esconda su delirante forma de pensar.
Hay otros que, con enorme diligencia, se han apresurado a defender una tiranía de las ideas. Las suyas, por supuesto. Pequeños dictadores teatralizados con moño y coleta que han llegado a rocambolescos principios en sus gritos de libertad: 'Hagamos una censura democrática sobre los medios de comunicación'.
Puede ser que tengamos aquello que nos merecemos, que con el tiempo y la indiferencia hacia la catadura de quienes nos gobiernan, se haya perdido un mínimo sentido de estado. Y con el tiempo, se ha caído en el esperpento, en este esperpento.
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La pasada semana la política, la de verdad, lloraba la muerte de José Álvarez de Paz. Fue cura, maestro de maestros y socialista. De Paz fue un ejemplo de honradez, humana y política, un aliado del bien común y un entusiasta de los derechos sociales. Justo todo lo que ahora dicen ser los políticos cuando mienten.
Atrapado por el cáncer los últimos años, De Paz se fue a Bayona. Quizá lo hizo para reflexionar y relajarse. Quizá, tristemente, tomaba distancia para evitar sentir de cerca el hedor de la 'nueva' política.
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