Un país a la espera
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«Cuesta creer que alguien prefiera acabar intubado en una UCI o dentro de un ataúd de madera, antes que rendirse a la evidencia de la ciencia médica»Aquí estamos, en estos primeros compases del nuevo año, quien más quien menos a dieta rigurosa por ver de eliminar los excesos navideños traducidos inevitablemente en kilos e índices de colesterol. Las pastelerías se ven mucho más vacías, tras la traca final del roscón de Reyes, y su lugar lo ocupan ahora las fruterías que despachan hortalizas como si no hubiera un mañana al calor de los buenos propósitos efímeros que siempre acompañan el cambio de calendario.
La transición anual se ha producido, pero los efectos del maldito coronavirus continúan con una exasperante letanía de contagios y fallecimientos que alarman por el nivel alcanzado en la denominada incidencia acumulada y por la situación de algunas unidades hospitalarias que preocupan, con toda lógica, a las autoridades sanitarias. Vamos ya, cuesta decirlo, camino de los dos millones de muertos a consecuencia de la covid-19, y de ellos 60.000 corresponden a España. Se trata de una cifra obscena, terrible, inasumible. Y más aún, si reparamos en que la estadística aumenta inexorablemente a poco que se aparquen los datos estrictamente oficiales para contabilizar a todas las víctimas reales de la pandemia.
Además de a dieta colectiva, somos un país a la espera de ser vacunado. Los primeros datos no son halagüeños, todo va mucho más lento de lo previsto con el agravante de una tercera ola del virus a las puertas. Es el comienzo de un largo y tortuoso camino que puede ser bastante más largo del que inicialmente nos habían anunciado. Va a faltar mucho aún hasta que se haya vacunado más del 70 por ciento de la población, y hasta entonces no estaremos en condiciones de conseguir la inmunidad de grupo (de 'rebaño' dicen algunos) que ponga coto a la capacidad del virus de circular y reproducirse. El final de esta pesadilla todavía está, por desgracia, muy lejano.
La llegada de las vacunas, a cuentagotas, es un avance histórico y además es la primera vez que toda la población mundial es candidata a ser vacunada. Sin embargo, existen recalcitrantes que alardean de que no van a acudir a su centro de salud cuando sean citados porque rechazan que les suministren la vacuna. Como decía El Gallo: «Hay gente pa tó». Cuesta creer que alguien prefiera acabar intubado en una UCI o dentro de un ataúd de madera, antes que rendirse a la evidencia de la ciencia médica. Hay efectos secundarios, como con cualquier fármaco, pero su relación con los beneficios es tan abrumadoramente favorable a estos últimos que ninguna persona sensata debería de cuestionar la realidad.
El especialista Robert Wachter lo explicaba hace unos días en la Universidad de California, si 10 millones de estadounidenses reciben la vacuna, 14.000 de ellos morirán, 4.000 sufrirán un infarto y a 14.000 más se les diagnosticará un cáncer a lo largo de los siguientes meses. «Y nada de eso tendrá que ver con las vacunas», subrayó rotundo Wachter. Esto que anuncia es la previsión médica derivada de la más pura estadística. El riesgo existe, como en todos los órdenes de la vida, pero la alternativa de no vacunarse resulta tan sumamente arriesgada que deja, desde luego, pocas opciones alternativas.
Esto es España en 2021, un país impaciente por ser pinchado en el músculo deltoides con el líquido que puede salvarnos de morir por la pandemia más mortífera que hemos vivido. Ojalá que la cita llegue pronto y que el ritmo de vacunación avance mucho más rápido de lo que hasta ahora lo ha hecho. Nos va la vida en ello. Literalmente.
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