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Una de las actitudes políticas más irresponsables de los últimos años ha sido la pretensión de algunos lindos indocumentados de cargarse el espíritu y los logros de la Transición, la etapa histórica reciente de la que podemos sentirnos más legítimamente orgullosos y que, sobre todo, ... nos ha permitido llegar hasta aquí, construir un nuevo país con una democracia plenamente consolidada y establecer un entendimiento social por encima de ideologías, superando el eterno trauma colectivo de las dos 'españas'.
Aquellos años posteriores al fallecimiento del dictador constituyen un ejemplo de convivencia en el que se derrocharon paciencia, generosidad, comprensión e inteligencia a partes iguales. Por encima de todo, sobrevolaba un ansia infinita de paz y una necesidad absoluta de concordia y entendimiento. Parir una democracia es una tarea muy complicada y más en un país que había permanecido cuatro décadas en el oscurantismo de un régimen totalitario. Con todo, se hizo, y se hizo bien.
Recuerdo que siendo estudiante de periodismo pude ver a Manuel Fraga presentar a Santiago Carrillo en el Club Siglo XXI de Madrid, y tengo para mi que en aquella imagen se plasmó lo mejor de aquel tiempo incierto que alumbró la libertad. Muchos años más tarde, trabajando en Sogecable, recibí un día la llamada del presidente de la compañía, Rodolfo Martín Villa: «San José, sé que vas a entrevistar a mi amigo Carrillo, por favor cuando venga a tu programa avísame que quiero saludarlo». El exministro de la Gobernación que mando detener al secretario general del PCE con la peluca, fue avisado y uno los vio fundirse en un abrazo y cerrar una cita para comer juntos. Eso fue la Transición, que posibilitó restañar heridas y hacer de España un país mejor en todos los sentidos.
Es por todo esto por lo que me parece miserable arremeter contra aquella ingente tarea colectiva acusándola de «componenda», «pastiche» o «pasteleo». Quienes así se pronuncian desconocen que sin aquel acuerdo tácito, basado en el olvido y en la reconciliación, ellos no estarían hoy manifestándose como lo hacen, ni ocupando los puestos que ostentan en la vida pública. Aquel periodo y sus protagonistas, empezando por el Rey Juan Carlos y Suárez, merecen todo el respeto y toda la consideración. Y junto a ellos, los líderes de los incipientes partidos políticos, los sindicatos, el ámbito empresarial, judicial militar, académico y social en general. El resultado fue una sociedad que pudo conjurar los viejos rencores y mirar al futuro con lo mejor de todos y cada uno de sus ciudadanos.
Lamentablemente, la percepción actual es otra. Se percibe la división, el enfrentamiento, la confrontación y un cierto resentimiento en determinadas manifestaciones políticas que nada bueno aportan al conjunto del país. A los representantes públicos cabe exigirles un plus de responsabilidad que se echa en falta en algunas figuras emergentes más ancladas en el pasado que en futuro. Resulta preocupante observar algunos sesgos del lenguaje –la gramática nunca es inocua– cuando escuchamos términos dirigidos a los adversarios políticos propios de otros tiempos felizmente superados.
Y todo ello, cuando nos encontramos, a pesar de todos los problemas, en el mejor momento de nuestra historia, por eso deberían plantearse una reflexión relacionada con el legado que transmitimos a las nuevas generaciones. Hablar de la altura de miras es un lugar común, pero algo ocurre cuando este remoquete resulta necesario, por no decir imprescindible. Y lo que pasa es que vivimos en tiempos de política gallinácea en los que se añoran liderazgos y actitudes responsables. Justo los que se dieron en aquellos años ahora injustamente denostados.
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