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Mi padre utilizaba dos palabras que me conectan enseguida con su recuerdo. A quien perdía el tiempo en actividades poco recomendables o en conductas disipadas, lo despachaba con la siguiente expresión: «Lleva una vida de crápula» o, simplemente, «ese es un crápula». De jovencito, a ... mí aquella palabra me sonaba a Calígula y la relacionaba con esos personajes perversos, licenciosos, que aparecen en las películas de romanos. Otra palabra característica suya era 'miasma'. Me transportaba a una atmósfera plagada de virus, propia de médanos y zonas pantanosas. Miasma, pensaba yo, debe de ser un término habitual de la medicina anterior al descubrimiento de la penicilina. Aunque a lo mejor no es así. Para mi padre: hijo, sobrino y hermano de médicos –y después, también, padre de una hija médico– quizás aquella palabra formaba parte del más genuino 'léxico familiar'. «Tened cuidado cuando estornuden cerca de vosotros, no os vayan a infectar con las miasmas». La verdad es que durante mucho tiempo 'miasmas' (casi siempre en plural) tenía para mí resonancias a zonas insanas, incluso de antros donde pululaban los crápulas.
Mi padre era un obsesivo de la higiene personal. Basta un detalle: después de mojar las galletas en el café con leche, inexcusablemente tenía que ir a lavarse las manos. Con agua y jabón, por supuesto.
Mi padre falleció a finales de 2004. El pasado 4 de abril hubiera cumplido 96 años. Supongo que el confinamiento por el coronavirus aviva en mí su recuerdo. Estos días me he preguntado muchas veces cómo habría soportado el aislamiento, precisamente él, que sobrevivió a operaciones y dolencias gravísimas, convaleciendo durante largos periodos en los hospitales. Siempre me respondo lo mismo: mejor que nadie. Aunque eso sí, echaría de menos sus paseítos por Cánovas o por los alrededores de la calle Obispo Segura Sáez. Y también sus escapadas a Solanilla o a la casa familiar de Ibahernando, donde protestaría agitando las manos con desenfado y muecas teatrales en el mismo instante en que alguno de sus hijos o de sus hijas encendieran un cigarrillo cerca de él. Cuando en casa los mayores empezamos a fumar, recurría a dos frases para reprocharnos el hecho de tener los ceniceros repletos de colillas: «¡Fumas más que El Vivillo!», exclamaba, o «¡Abrid la ventana, que esto parece una taberna!». Aquello de El Vivillo (un delincuente de principios del siglo XX) debía de ser una expresión habitual durante su infancia en Ruanes.
Yo echo de menos también salir a pasear. A darme caminatas terapéuticas. Por fortuna, no me acuerdo del tabaco, pero ahora me siento igual que mi padre, caminando disciplinadamente por el pasillo de casa. El confinamiento está haciendo que afloren otros recuerdos suyos. Por ejemplo, el de los viajes dichosos en aquel Citroën 2 Caballos por la provincia de Cáceres y por la patria de la infancia. Pero de eso ya escribiré, sin prisas, en los cuadernos de la memoria.
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