Todo, al final, se sustancia en la balanza entre valor y precio. Lo segundo es lo que resulta necesario pagar por algo, y el valor es aquello que se obtiene a cambio. Con responsabilidad y experiencia, somos capaces de determinar, con absoluta precisión, si la relación entre ambos conceptos merece la pena en cada caso concreto. Da igual si se trata de elegir al presidente de nuestra comunidad de vecinos o de negociar con nuestros hijos la hora limite de llegar a casa en plena adolescencia. Si asumimos que pactar es algo consustancial en nuestro día a día, cuesta bastante llegar a racionalizar los quiebros de los representantes políticos a la hora de alcanzar acuerdos para algo tan sensible, vital e importante, como es gobernar el país.
La Transición nos acostumbró a un sistema de pesos y medidas negociadoras que permitió un avance histórico de la sociedad desde los pactos y el consenso. Allí se eliminaron, a la fuerza, líneas rojas, cordones sanitarios y demás prevenciones propias de quienes, simplemente, no quieren alcanzar más objetivo que el suyo propio.
El día en que este cronista, entonces joven estudiante de periodismo, vio, en el club Siglo XXI de Madrid, a Manuel Fraga Iribarne presentando la conferencia del ponente invitado, que no era otro que Santiago Carrillo, alcanzó a vivir una epifanía que reveló, en su ejemplaridad, la verdadera grandeza de la democracia.
Hoy, algo así resultaría sería casi imposible. Uno pacta con otro, que, a su vez, no puede acordar nada con un tercero, porque ese entendimiento haría saltar por los aires el primero de los compromisos acordados. Todo se nos va en etiquetar, poner límites, aislar y negar, radicalmente, a quien no piensa como nosotros, en la idea de que fuera de la propia ideología no existe salvación. Y, miren ustedes, si la hay. Todo es cuestión de altura de miras, buena voluntad, grandeza en el trato, responsabilidad, y eso tan pomposo en su formulación, pero tan necesario en su desarrollo, que es la política de Estado. Falta fineza, sin duda, y generosidad. Y sobra representación, 'teatrillo', para entendernos. Los políticos se reúnen, hablan y luego interpretan un papel que es, exactamente, aquel que beneficia únicamente a sus propios intereses. Así es y así lo sufrimos.
El conde de Romanones, solía decir que «en política, nunca jamás es hasta mañana». Una verdad inobjetable, tal y como lo estamos viviendo estos días. También afirmaba: «Cuando digo jamás, siempre me refiero al momento presente. Cuando digo nunca jamás, digo que por ahora. Y después, ya veremos». Nunca tuvieron más sentido las cínicas reflexiones de don Álvaro Figueroa y Torres. A las pruebas cabe remitirse.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.