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Por fortuna, hace mucho tiempo que no frecuento el servicio de Urgencias de mi hospital de referencia, por lo que no puedo juzgar cómo funciona aunque tengo claro que es un sitio al que se puede recurrir a cualquier hora. La última vez que lo ... visité fue tras haberme chascado un dedo del pie por andar en calcetines y toparme con la pata de una silla que me provocó un dolor de tal calibre que estuve blasfemando hasta que llegué al Clínico. Soy consciente de que la pandemia y la falta de médicos y enfermeros que abandonan Pucela en busca de mejores oportunidades ha mermado la rapidez y eficacia de un servicio básico que permite dormir tranquilo a sabiendas de que serás atendido por un profesional con todos los medios que tenga a su alcance. Como el día que me accidenté estaba solo en casa llamé al 112 y en menos de diez minutos (que se me hicieron eternos) llegaron dos mocetones que, además de tranquilizarme, me llevaron al hospital de donde salí, tres horas después, cojeando pero vivo y sin muchos dolores gracias a los potingues que me pusieron y me recetaron.
Ambos servicios, el de la ambulancia y el del hospital y otros relacionados con la sanidad pública, apenas merecen nuestra atención porque mi generación y las siguientes saben que a pesar de los recortes, de la cicatería de los poderes públicos y el interés de algunos de ellos por derivar pacientes a los centros privados, nuestros profesionales están ahí para echar una mano sin preguntarte si tienes algún seguro médico ni pasarte una factura del copón antes de abandonar el recinto. Y da lo mismo que el hospital donde te atienden se encuentre a tiro de piedra de tu casa o en El Puerto de Santamaría pasando las vacaciones.
Mi amigo José Antonio Pascua trabaja desde hace más de treinta años en Urgencias de uno de esos grandes hospitales públicos de Valladolid y, según me cuenta, tanto él como buena parte de sus colegas están achicharrados por la saturación de pacientes y por el escaso reconocimiento de los poderes públicos que cortan el bacalao. Para él (y también para un servidor) es «indignante que después de una carrera de seis años y una prueba para llegar a Médico Interno Residente, cobres poco más de mil euros al mes el primer año y menos de mil doscientos a los tres». Como Toño cuenta estas cosas mientras tomamos un cafelito, se suma a la tertulia Carlos Marqués, amigo común que se gana la vida como ebanista y exclama: «Joé, tío, vaya miseria de sueldo. Si en vez de hacer guardias te vienes a trabajar conmigo, seguro que ganas el doble a nada mañoso que seas». Picado en su amor propio el doctor Pascua responde lo que me esperaba: «Carlitos, a lo mejor no sirvo para cepillar los bajos de una puerta, pero el día que acudas por necesidad a un hospital casi seguro que prefieres las manos de un cirujano que las de San José Carpintero». No es mala leche: solo cabreo…
Lo cierto es que las Urgencias de los hospitales (que frecuento lo menos posible) no se parecen en nada a las que había cuando era un mocoso que se chascaba un hueso haciendo el borrico. Si el accidente se producía en el patio del colegio, el encargado de 'resolverlo' era el padre Abundio S.J., que con más maña que ciencia reparaba lo que podía. En casa, además de llevarte una bronca por haber hecho el asno en el patio o haberte subido a un árbol sin ser Tarzán, había pocos remedios para aliviar el dolor, aunque creo que los padres y los mocosos de entonces éramos menos cantamañanas que los de ahora.
En el domicilio, al menos en el mío, el material curativo era alguna venda reciclada (las tiritas no se habían inventado todavía) y, con suerte, un frasco de alcohol con el que los progenitores intentaban curar casi todo. Además, estaba la señora Ana, la que me trajo al mundo, que hacía emplastes con hojas de algún tiesto de los que tenía en su corral. Mi exvecino Tito de la Calle recuerda perfectamente «a la curandera y al pegote caliente que te ponía en el brazo o en la pierna chafada». Cuando le pregunto si cree que el remedio curaba se mosquea un poco y suelta: «Pues, mira Canta, no sé si funcionaba porque era efectivo o porque los dolores se van pasando solos. Y además no te hagas el tonto que te habrán puesto más emplastes de pequeño que inyecciones a lo largo de toda tu vida».
Lo cierto es que cualquier cosa valía con tal de no ir al hospital o similar que, al menos en mi caso, pillaba muy a trasmano. Si la memoria no me falla, el que me tocaba era el Centro de Salud 18 de Julio (san Fermín), que estaba en la calle Gamazo, a tres kilómetros de casa, que había que recorrer a patita. Si la herida era en la pierna y conseguías llegar podían pasar dos cosas: que te hubieras curado con la caminata o que el único remedio fuera amputar el miembro afectado. Estoy hablando de un tiempo en el que Pucela tenía un solo hospital civil, la Residencia Sanitaria Onésimo Redondo, inaugurado hace setenta años y que hoy tiene mejor aspecto por fuera y por dentro que el Clínico, un cuarto de siglo más moderno pero más feo y deteriorado. Otra cosa bien distinta es el nuevo Río Hortega, que solo tiene doce o catorce años.
De todas formas, hablo de una época en la que ninguno de mis vecinos iba al hospital salvo que llevara la cabeza de la mano, justo lo contrario de lo que hacemos ahora, que a nada que nos duela algo a las tres de la mañana nos plantamos en el que nos corresponde. No obstante, confieso que alguna vez he pensado cambiar de domicilio para que en vez del Clínico me toque el actual Río Hortega, cuyos profesionales son igual de buenos (o malos) que sus colegas, pero las instalaciones son tan diferentes como el día y la noche. Ya sé que a esos sitios, además de ir de visita, solamente te acercas a curarte y la profesionalidad de todos ellos está fuera del debate. Pero dando por hecho que la atención sanitaria será igual de buena, esas habitaciones con aire acondicionado, la amplitud de los pasillos y hasta el aparcamiento ayudan a curarse antes. O a espicharla más cómodamente…
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