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La semana pasada estuvieron aquí unos familiares directos míos. Como el espacio del que disponemos en casa es más bien justito, quince días antes de que llegaran estuve buscando dos habitaciones en varios hoteles cercanos a casa, tarea en la que invertí un montón de ... tiempo y con malos resultados porque, según me dijo Feliciano Martín, recepcionista de uno de ellos, «estamos llenos y raro es el mes que no colgamos el cartel de completo». Vamos, dije yo, «seguro que con estos precios estaréis llenando la hucha a base de bien», lo que mereció una respuesta bastante sincera: «hay que sacar leche de las vacas gordas, que las flacas no dan nada». Y aunque no tengo costumbre de hospedarme en un hotel viviendo en Pucela (salvo cuando toque lijar el suelo del comedor) me pareció escandaloso pagar ciento y pico euros por noche entre semana y casi treinta más en domingos y festivos.
Siento orgullo de vivir aquí y de enseñar la capital a grupitos y familiares siempre que puedo y ellos se dejan. Presumo de ciudad dándoles un paseo por la Casa de Colón, la de Cervantes, la de Zorrilla o la natal de Felipe II, el Palacio Real, la Casa del Sol, San Pablo, el Museo Nacional de Escultura y el copón de la baraja para terminar chateando y comiendo en cualquiera de los sitios que frecuento. Con un tour inventado por mí, hasta los más siesos vuelven a sus ciudades encantados de la mía, que se ha puesto tan de moda que, según los datos oficiales ofrecidos por el Ayuntamiento, la capital cerró el año pasado con 410.000 viajeros y 700.000 pernoctaciones, un 40% más que en 2021. Con estos datos, no me extraña que el Consistorio anunciase en su día que tal afluencia permitirá «acometer un proceso de transformación del sector turístico local, sobre la base de la sostenibilidad, la digitalización y la recuperación del patrimonio cultural». Así, para mejorar la oferta, leí en alguna parte que el Equipo de Gobierno que dirigía entonces don Óscar Puente estaba preparando «la puesta en marcha de dos grandes proyectos: Por un lado, Valladolid Ciudad Creativa y Valladolid, Centro de la Cultura del Vino». Habrá que ver en qué queda ahora que mandan otros…
Cuando intenté explicar a mis parientes valencianos las dificultades de encontrar un hotel decente a precio razonable, me dijeron que no me preocupara porque ellos mismos se encargaban de buscar acomodo en un «apartamento turístico que esté cerca de vuestra casa y así podemos salir juntos». Iluso de mí contesté que, según mis conocimientos, no había de eso en los alrededores, a lo que me respondieron que ya lo habían cerrado a través de una web dedicada a ese tipo de alquileres. Al día siguiente de su llegada fuimos a buscarlos a un apartamento turístico en la calle Teresa Gil y, por más vueltas que dimos, no encontramos ninguna señal de que tal alojamiento existiera en ese lugar, hasta que nos encontramos con Juan Colino, amigo y diputado, que nos señaló un portal donde, según él, había apartamentos vacacionales pero «de tapadillo, sin placa anunciadora ni nada. Ya sabes cómo van esas cosas, Canta…». Pues no, Juan, no lo sabía y me parece una golfada.
El flujo turístico actual de Pucela contrasta una barbaridad con los escasos ciudadanos que nos visitaban hace medio siglo o algo más. Lo normal es que los de ahora provengan de cualquier rincón de España, mientras que antes nos frecuentaban los que hacían la mili en el Pinar y otros cuarteles, donde el biruji estaba asegurado; tanto, que mi buen amigo madrileño Carlitos Torres casi las diña de una pulmonía en uno de esos alojamientos de tropa hoy abandonados de la carretera de Madrid. En mi caso, a veces, llegaban familiares como unos tíos carnales y mi primo de Valencia, que al cabo de un par de noches seguían hasta Villabrágima, su pueblo natal, porque lo que se podía ver aquí daba para media jornada y allí tenían familia con casa propia y alojamiento gratis. Su amor al terruño era tan grande que algún año llegaron desde la capital del Turia en una Vespa con sidecar, que hay que querer mucho a la familia para meterse un tute de casi 600 kilómetros, y la vuelta.
Durante su corta estancia en la capital hacíamos lo posible por enseñarles lo que había, y que conocían mejor que nosotros: primero, porque solían utilizar una guía turística de papel, y segundo porque los pucelanos bajábamos al Campo Grande, la calle Santiago y alguna iglesia del centro, que visitábamos lo justito porque en mi barrio ya había dos y eran suficientes. A lo mejor estoy equivocado, pero incluso la oferta gastronómica de hace medio siglo tampoco era para hacer abluciones mirando a la Meca porque, si mal no recuerdo, en el centro había tres o cuatro restaurantes, que no visitábamos por falta de liquidez, y en las afueras quedaban las bodegas de Fuensaldaña y pare usted de contar. Como en casa no había sitio ellos dormían en la Pensión Moderna de la calle María de Molina o en el Hostal Florido. Mi compañero y amigo José Miguel Ortega recuerda que en este último había más habitaciones que cuartos de baño, pero los viajeros de entonces eran menos tiquismiquis que los de ahora.
Yo, sin embargo, cuando veraneaba en su casa de Valencia nunca quería volver a la mía porque allí se comía mejor y las calles arboladas y las playas me parecían maravillosas. Ahora enseño con orgullo el lugar donde me nacieron, que ha mejorado tanto que nos ha cambiado hasta el carácter volviéndonos más amables, menos ariscos. Anteayer, cuando mis parientes levantinos emprendieron el viaje de regreso a su pueblo, volvieron a alabar los pros de una capital estupenda para vivir y en la que pasaron dos días sin rascarse el bolsillo, de lo que deduzco que Pucela les habrá parecido uno de los sitios más baratos de España. Pero, en fin, con tal de tener a la familia contenta, cualquier sacrificio es poco…
Aún así, nunca olvidaré la vieja sentencia de mi buena madre cuando la parentela valenciana regresaba a su lugar de origen: «Que Dios les dé tanta paz como descanso nos dejan».
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