Todas las muertes son la misma y todas las campanas doblan por ti. Más allá de la retórica no hay grandes diferencias, porque todos somos lo mismo y, además, nada nos iguala tanto como el instante final. Porque hay un instante final, no es un ... modo de hablar, hay un último aliento después del cual todo se acaba. Y supongo que cuando ves que la muerte llega como un cuchillo oxidado, que esta vez no hay salida, milagros ni ángeles de la guarda, solo queda hacerse un ovillo, taparse la cabeza, llamar a tu madre y pedir a Dios que te perdone y sepa ser misericordioso. Ha muerto Victoriano Antón Ratón, pastor de Tábara. Lo ha hecho intentando salvar a sus ovejas de las llamas. Y eso es así porque un pastor nunca abandona a su rebaño. Es posible que la misericordia que le pedíamos a Dios le sea dada de inmediato porque si en algún lugar se entiende de buscar ovejas perdidas es en el propio Evangelio.
Todas las muertes son iguales, decía, pero es falso. Cuando muere un pastor muere el origen de la especie, un cuerpo de élite, el último de una estirpe milenaria que nos conecta con lo que somos, con lo atávico, con lo primitivo, alguien que nos recuerda la naturaleza de la que formamos parte, que engancha con nuestros ancestros y con una tierra que tiene memoria y arrugas en el horizonte. Cuando muere un pastor en Castilla, un pescador en Galicia o un minero en Asturias además morimos todos un poco con él. Pero cuando encima mueren haciendo su trabajo y jugándose la vida para que el resto comamos y digamos chorradas en twitter, muere algo más, quizá el sentido de la dignidad, quizá el sentido del honor, quizá el valor de la responsabilidad de quien va a salvar a su rebaño de las llamas porque no puede hacer otra cosa, porque las conoce, porque las quiere, porque las ovejas sí que tienen ángel de la guarda. Si ves a un niño ahogarse te tiras. Ya está, no queda otra. Si ves a un hombre pegando a una mujer, te metes y te juegas una paliza. Y si eres un pastor y ves que las llamas van a matar a unas ovejas que además balan aterradas llamándote, te vas al aprisco, al campo o donde narices estuvieran para intentar darles una oportunidad. Porque una oveja no es menos que un perrito. Y 340 ovejas, que es lo que tendría su rebaño, no son menos que 340 perritos. Y después de esto solo llamas, silencio y cenizas.
Leo una noticia de 2014 en Oviespaña que hace referencia a otra de 'La Opinión de Zamora', donde se dice que el ataque de un lobo había terminado con la vida de trece ovejas del rebaño de un tal Victoriano Antón Ratón, de Tábara. «Estamos totalmente indefensos, protegen a los lobos más que a las personas» se quejaba entonces. «Aunque este ganadero ha sufrido algún ataque esporádico de animales sueltos, (…), nunca se había enfrentado al espectáculo con el que se encontró el sábado por la mañana, con los cadáveres de las ovejas esparcidos por el cercado y otras deambulando malheridas». Supongo que era él.
Ahí está todo, el lobo y el fuego, los enemigos naturales del pastor. Y luego la soledad, el olvido y el desamparo. Y la falta de ayudas y de comprensión por parte de unas administraciones que no entienden que sin pastores no hay ganado y sin ganado no hay monte. Y sin monte no hay nada. Yo no quiero que los pastores sean héroes ni me creo en el mito del 'buen hombre' de campo, entre otras cosas porque los conozco. Pero mucho me temo que Victoriano era todo eso: un pastor, un héroe y un 'buen hombre' de campo. Sirva este texto como homenaje y como oración. Ahí va uno de los nuestros. Y detrás 340 de las suyas.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.