Entre el cúmulo de análisis que el virus ha despertado, hay uno que me atrae especialmente. Es una valoración que, siguiendo al edulcorado Viktor Frankl, calificamos de «optimismo trágico». La idea que propone se reduce a una frase contundente e inhóspita: «Los muertos de la ... pandemia son una iniciativa de paz».
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La interpretación que merece es arriesgada. Nos invita a encontrar el bien en el mal. Nos anima a entender la mortandad como una tragedia de la que podemos extraer algún beneficio contradictorio pero suculento. Nos invita a sostener una suerte de principio de Pollyana, donde caiga la que caiga le saco algún provecho.
Estamos ante la idea de obtener ventaja de los propios errores, pero planteada a gran escala, pues al error al que se refiere se eleva aquí a la condición de «mayor error posible», que no es otro que la muerte. Pero conviene matizar, porque no nos referimos a la paz individual sino a la paz política y social a la que remiten sin duda los inventores. La frase relativa a sacar provecho de los errores se dice frecuentemente con voz impostada y un orgullo sospechoso y algo atontado. Y no digamos del canto alegre a la resiliencia, al aguante y explotación de los males que tanta admiración despierta, que según quien lo entone dudamos entre percibir el heroísmo de un combatiente o la molicie resignada de la servidumbre.
Lo que los autores de la frase tienen en la cabeza es la continuidad entre la paz y la guerra. El camino de ida y vuelta. Ya sea entendiendo la paz como la prolongación de la guerra por otros medios, o la guerra considerada como el curso bélico de la paz. Lo que el politólogo de turno plantea es la evidencia de que la guerra se reproduce en los momentos en que la mentira política es más intensa y se hace tan manifiesta que requiere la 'realidad' de la guerra para que luego la política se pueda reiniciar.
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El destino guerrero del hombre, que la historia no ha cesado de confirmar, presagiaba ya una escabechina gloriosa. Tenía ante sí la tarea de volver ridículos una vez más el ideal de paz perpetua y la facultad del Estado absoluto para atemorizar al hombre y pacificarle a la fuerza. Así que, visto el crecimiento actual de la mentira política, en grado ciertamente descomunal, todo presagiaba el desencadenamiento inminente de otra catástrofe bélica, justo cuando se cumplen cien años de la mayor masacre y trituración de cuerpos conocida, apuntando de este modo a la repetición trágica y despavorida de la contienda.
Hay que elogiar, en definitiva, la oportunidad de esta mortandad generosa y gratuita que ha venido a evitar la necesidad de una matanza cíclica. El estrago llamaba ya a las puertas, así que los artífices de la idea dan la bienvenida al virus que nos purifica por su cuenta y evita, estéticamente hablando, el ensañamiento y la brutalidad de la guerra.
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