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Se cumple, ineluctablemente, aquello de «qué poco dura la alegría en casa del pobre». Y el pobre, por si no han caído en la cuenta, somos todos nosotros. Una sociedad exhausta que ya no puede ni con la mascarilla que hay que llevar atornillada a ... la cara a todas horas. Ya sabemos que hay que ser prudentes y que el tapabocas resulta indispensable, aunque algunos, la verdad, no entendemos que diez personas en torno a la mesa de un restaurante, comienzo, bebiendo y lanzando aerosoles por doquier, no sean requeridos a llevar cubrebocas, y cuando se levantan para salir a la calle tengan que ponérselo obligatoriamente. Ya saben, incoherencias de estos tiempos.
Aquí estamos los vacunados, los considerados responsables, que tratamos de mantener la distancia social, aunque no comprendemos por qué se permiten reuniones de 60.000 personas en torno al fútbol, pero ese es otro cantar. Gente cansada que necesita ver el final del túnel y que cuando creía que la luz que atisbaba era la de la salida, cae en la cuenta de que se trata de la emitida por otro convoy que circula por la misma vía, pero en sentido contrario, con el ominoso nombre de Ómicron, un palabro con el que ha bautizado la nueva y última amenaza mutante, la Organización Mundial de la Salud.
De modo, que aquí estamos. Sin saber si podemos o no hacer cenas de Navidad, si nos dejarán disfrutar de unos días de vacaciones o si la amenaza de un nuevo confinamiento, como en Austria o el previsto en Portugal, se cernirá en algún momento sobre nuestro horizonte futuro. Se trata de ir surfeando la ola, improvisando momento a momento, sin hacer planes ni poder atisbar un futuro más allá de mañana. Todo vuelve a dibujarse del color de la incertidumbre con el que hemos convivido durante los últimos casi dos larguísimos años.
0Sabemos que debemos de llevar el pasaporte covid tatuado en la frente si queremos hacer una mínima vida social. Que tenemos que inocularnos una tercera dosis de refuerzo, que hay que vacunar a los pequeños de la familia, desde los cinco años, y que no perderemos de vista la mascarilla hasta dentro de mucho tiempo. Comprobamos que el teletrabajo viene, se queda, se va y vuelve. Lo restaurantes madrileños refieren que, desde el pasado viernes, no paran de recibir anulaciones para las cenas reservadas de Navidad. Ya hay conversaciones familiares donde se plantea la conveniencia de dejar pasar otro año de distancia para evitar contagios. Quedamos con amigos en terrazas exteriores donde nos sentimos ateridos de frío y hemos de elegir entre el riesgo de contagio por el coronavirus o el de contraer una neumonía bilateral. Una maravilla, vamos.
Mientras tanto, observamos como crecen cada día los datos de incidencia acumulada y los ingresos hospitalarios, que aún no resultan preocupantes pero podrían serlo a futuro. También, cómo aquellos que tenían planes para estas próximas fiestas proceden a desmontarlos, porque aquí, empezando por el Gobierno, nadie sabe lo qué va a pasar. El infierno covid continúa su agotador avance cuando la pesadilla que nos ha cambiado la vida y ha condicionado nuestro día a día, pensábamos que estaba ya conjurada y en fase de salida.
Así estamos, ya ven, mientras existen algunas personas que refieren a cada paso, y de manera rotunda, que «esta sociedad no aguantaría un nuevo confinamiento». Frente a eso, hay que mirarlos con serenidad y recordarles un viejo adagio español: «Que no nos dé Dios todo aquello que somos capaces de soportar». Tal cual.
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