Las crisis acentúan los sentimientos, agravan los resquemores, profundizan las divisiones sociales y generan antagonismo y odio. Es ley de vida porque la desesperación, la hambruna, el miedo mismo impulsan a buscar responsabilidades en el otro, en aquel a quien se puedan endosar lo trágico ... y lo mórbido. Y era, y es, patente que este país se ha llenado de ira en lo que llevamos de siglo; primero, por una gravísima crisis financiera internacional que por arte de nuestro propio entorno acabó cebándose en los menos favorecidos para agravar el hambre y la desolación; después, por la gran pandemia que ha convertido a las gentes de nuestro alrededor en peligrosos homicidas, potenciales transmisores del virus letal, y nos ha obligado a recluirnos en la gruta, en la osera de nuestras miserias, a soportar durante todo el día las relaciones podridas, a renunciar al aire de los parques y a la verdura del alfoz.
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Todo esto era así, y ya lo sabíamos, pero quienes estamos desde hace tiempo en las redes sociales, más como entomólogos que como actores, más como observadores atentos que como soldados de las distintas guerras que se libran simultáneas en todo momento, hemos detectado que la malevolencia general, que transita a raudales, se ha convertido en un efluvio muy parecido al odio, que se derrama tras los cristales en elaboradísimos dicterios, en sofisticadas descalificaciones, en perversas metáforas, en insistentes agresiones que le dejan a uno, ya muy curtido, con el mal sabor de boca de ver una comunidad degradada, sin valores, dispuesta a eliminar materialmente al disidente (ya no digamos al adversario), ahíta de malquerencia y de detestación hacia cuanto no coincide milimétricamente con la posición propia.
Sin duda alguna, la ira más enconada, el odio más visceral se derrama sobre la cuestión territorial. Y en un país que viene de una guerra civil todavía no cerrada del todo, esta evidencia es inquietante. Y quien firma estas líneas, que usa las redes como laboratorio para explorar el zoológico de este país, se ha tomado la molestia de examinar con algún detalle la respuesta masiva a dos tesis relacionadas con el problema de España, tan enhiesto y vivo hoy como en el 98. Una de ellas es la de que, como ha repetido Rodríguez Zapatero recientemente, la presencia de Bildu en la política del Estado español es un triunfo de la democracia. La segunda, que la implicación de Esquerra Republicana de Catalunya en los asuntos de política nacional, sus pactos con el Gobierno, el hecho mismo de que haya quien maneja la hoy improbable reiteración del tripartito que se constituyó en 2003, ayuda a la resolución del conflicto catalán o, cuando menos, a encauzarlo por sendas pacíficas y constitucionales.
Como es natural, ambas opiniones no están improvisadas; provienen de una larga experiencia, arrancan del espíritu del pacto de Ajuria Enea y de las posiciones clásicas del catalanismo político durante la transición, defendidas por Miquel Roca en su acción como ponente en la tarea constituyente. Ambas parten de la base de que es posible una España plural y diversa, con sus viejos conflictos apagados y digeridos (también el provocado por ETA), siempre que sepamos recupera el espíritu de concordia que nació con la desaparición del dictador y el acicate de no repetir el drama desolador de 1936.
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Pues bien: las respuestas a semejantes insinuaciones pacificadoras -que vienen a representar el «paz, piedad, perdón» de Manuel Azaña aquel 18 de julio de 1938- han sido sencillamente atroces en un porcentaje no mayoritario pero sí significativo. Este país está lleno de salvajes que odian con un furor abisinio a los catalanes, de indigentes intelectuales que piensan que la herida de ETA debe permanecer abierta y supurante por los siglos de los siglos. De sujetos oscuros que profieren insultos de tal calaña que transmiten una desconcertante perversidad, la que se le supondría a un asesino en serie o a un depravado sanguinario.
Hay quien dice que la llegada de Vox puede tener que ver con ese tono inclemente, encallecido, desagradable de lo que se cuece en la plazuela pública. Puede que sí haya influido esta irrupción. Pero sobre todo lo que falta es escuela. Ojalá atinemos esta vez al construirla de nuevo.
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