Odiar –también– San Juan

Por eso yo, una mañana de junio, como en el Romance del Conde Olinos pasé, con calor, por la orillita de las Moreras. No llevaba yo caballo, sí unas zapatillas de baja gama y no vi a marinero que me dijera que no cantaba su canción a quien consigo iba. En el baño purificador perdí las gafas, que deben estar en el morro de algún siluro o en el estómago de alguna especie del Nilo de esas raras que, desde que se van descuajaringando los casquetes polares, aparecen en los bichos que cataloga el Seprona.

No me gusta ya la noche San Juan, porque en otro tiempo y en otra ciudad fue promesa falaz de besos falsos. Porque al día siguiente no tenía un tío al que felicitar y porque el verano se hacía eterno, se hacía ferragosto aún en junio. Promesas de amor lírico había pocas, que los míos no nos íbamos a la verita del Sena a ver los barcos venir, sino a ensuciarnos de ese polvo gris, producto de demoliciones, que tienen muchas playas urbanas del sur mediterráneo de Castilla.

Que la víspera de San Juan y el solsticio me digan ya poco o nada es símbolo de madurez. La madurez a la que nunca quise haber llegado. Me veo como Narciso en las aguas tranquilas, y el tiempo ha venido a dejarme con la misma cara con la que vi morir a mi padre cuando partí para siempre hacia el Norte.