Para tener una catedral gótica excesiva y despampanante sirve cualquiera. Pero para tener una catedral partida por la mitad hace falta ser Valladolid. Desengáñense, una catedral icónica está muy bien, pero no es algo de lo que sentirse especialmente orgulloso: al fin y al cabo ... la tiene todo el mundo, es algo casi 'mainstream' y todos dicen que la suya es la mejor, como no se qué pastel típico o como las fiestas del pueblo. Todas esas catedrales son dulces y hermosas, como hechas por Cubero. Parecen salidas de los cuentos de hadas, tienen vidrieras, transeptos, girolas. Lucen ábsides, gárgolas y ménsulas. Ahí están la de Toledo, la de Burgos y la de León. La de Sevilla, la de Santiago o la de Palma. Incluso hay un catálogo de los horrores donde destaca especialmente la Sagrada Familia, una de las mayores horteradas de Occidente. Pero nadie tiene lo que tenemos en Valladolid. Lo nuestro es como el Muro de Berlín de las Catedrales: de aquí para allá los Austria, Juan de Herrera, la gloria. De aquí hacia el otro lado la decadencia, la miseria y los sueños rotos. Incluso hay un lugar concreto, un punto con sus coordenadas específicas, en el que se para la historia y se tapa con pladur el imperio. Es un desagüe por el que se va, cada mañana, la soberbia de un pueblo cuyo concepto del hombre cambió para siempre el destino de la humanidad. Y miren que llevamos casi quinientos años viendo el escape. Y todavía nos queda.
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En ese lugar se parte el mundo en dos. Así, en un hemisferio queda lo que pudo haber sido y en el otro lo que ya nunca será. Pero en el muro están los dos, convive la realidad con sus arrabales, el sueño con la resaca. A mí me encanta situarme justo ahí y vivir a la vez en las dos dimensiones, como si fuera el Muro de Schrödinger. Lo miro desde la Plaza de la Universidad, desde esos cipreses que simulan los pilares de la antigua Colegiata y también desde la estatua al cofrade que hay en Portugalete. Desde ahí hay una perspectiva fantástica en la que te sientes a la vez un Habsburgo con lechuguilla y un pícaro de Cervantes, a la vez Cervantes, Rinconete y Cortadillo, un noble y un villano, un hombre que asiste a la voladura controlada de sus expectativas y otro que rinde homenaje a su decadencia. Y comprendo lo que ha de sentir un italiano si pudiera ver a la vez el Foro Romano y la Piazza Navona. A Pasíteles y a Bernini. A Sofía Loren ya Mónica Bellucci.
Ya saben ustedes que, de haberse terminado, sería la catedral más grande del mundo, solo superada por San Pedro de El Vaticano. El hecho de que no diera tiempo –ni hubiera dinero– no solo no perjudica el resultado final, sino que lo mejora. Sin terminarla, cada uno puede rellenar el hueco como quiera y, en mi imaginación, es algo como El Escorial, pero con una escalinata. Creo recordar que en algún momento se planteó incluso hacerla y eliminar ese atrio horroroso de Churriguera pero, al ser parte de un Bien de Interés Cultural, no se pudo. Perfecto, pero como la Iglesia no puede tomar decisiones sobre la Catedral por ser un Bien de Interés Cultural espero que sea el Estado el que sufrague los dos millones de euros que cuesta la reforma del Bien de Interés Cultural y no solo la Iglesia. Lo que no se puede es ser estar solo en parte de la responsabilidad para vetar. Hay que estar para todo y el compromiso está en la cartera. Es un hecho que la Catedral y su entorno necesitan una obra importante de la que todo Valladolid se verá beneficiada en cuanto al Bien de Interés Cultural que es. Porque la Catedral trasciende lo religioso para entrar en lo cultural, lo artístico, lo histórico, lo etnográfico y hasta en lo turístico, es decir, en lo económico. Sin ir más lejos, la Semana Santa es uno de los buques insignia de la ciudad y necesita un apoyo decidido porque su importancia y relevancia está cayendo en picado. Y no creo que debamos asistir sin más a una decadencia que se puede revertir. Bien, pues las reformas de la Catedral son también un apoyo a la Semana Santa, es decir, a nuestra cultura. No creo que haya mucha gente en contra de defender y apoyar decididamente nuestra cultura. Y mucho menos un Bien de Interés Cultural, que, en cuanto a figura jurídica, no tiene credo. Pero, en fin, doctores tiene la Iglesia y lo importante es que se haga.
Leo en El Norte que las reformas incluyen la renovación del Museo Diocesano, un nuevo espacio en las capillas que dan a Portugalete, una biblioteca histórica, la apertura al público del Patio de los Cipreses y de los restos de la Colegiata y la liberación del pórtico que da a la Plaza de la Universidad, sobre todo en cuanto a a la puerta, para que las cofradías puedan entrar por una puerta y salir por la otra, que es lo normal y que dará mucho mayor dinamismo a las procesiones. Todo esto me parece un enorme acierto. Pero, ya que estamos, quizá sea el momento de ser más ambiciosos y hacer algo con ese muro para que su dignidad no esté solo en nuestra imaginación sino también en nuestra retina. Quizá se pueda intervenir para rematarlo de algún modo mejor que una mísera pared de ladrillo, que parece la obra chapucera de una bodega en Tierra de Campos. Hay arquitectos, restauradores, gente de Bellas Artes y me temo que es ahora o nunca.
También es ahora o nunca para la Colegiata. Quedan solo ruinas, pero su importancia histórica es tan enorme que solamente el hecho de crear una exposición permanente con todo lo allí sucedido daría lugar a un espacio muy interesante para recordar el Valladolid medieval, un Valladolid totalmente olvidado por todos de modo incomprensible. Parece que no hubiera pasado nada antes de los Austria y es un tremendo error.
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Estoy deseando ver las obras de la Catedral hechas y sus cicatrices curadas. Ganará en dignidad ella, pero –no lo duden–, ganaremos en dignidad todos. Quizá dentro de unos años, al entrar por esa puerta cisterciense de la Colegiata, que, pese a nuestra indiferencia, aún se conserva y paseemos entre los cipreses y veamos un entorno recuperado, y el museo y la biblioteca, nos preguntemos: «¿Cómo es posible que tardáramos tanto en hacer esto?».
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