Días atrás, en una entrada de un blog referida a la prolongada, dilatada y fecunda estancia de Julián Marías en Soria, leía un comentario de un catalán escrito el 13 de agosto de 2016 a las 10:01 horas. El buen hombre decía, tras una ... breve y fresca estancia veraniega en una casona carretera de Molinos de Duero (Soria), que Castilla volvía a reunir los ingredientes y elementos idóneos para que alguien con sensibilidad poética volviera a escribirla, narrarla y pintarla. Han pasado seis años y unos meses y aquel sagaz y anónimo comentario sigue plenamente vigente. Hoy más que nunca.
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No es la primera vez que percibo esta afilada y reveladora impresión de un catalán. A los catalanes les gusta mucho Castilla y mucho más cuando se habla de Castilla y no de España. Esto último no sé muy bien cómo interpretarlo. La mayoría de gente que me ha contactado por los artículos y las redes sociales es de allí. Hace unas semanas tomé café con un hombre excelente, mitad catalán y mitad soriano de Fuentes de Magaña, que emocionado y con lágrimas en los ojos se lastimaba de la aridez intelectual del páramo castellano. Buscaba versos y letras en las que verter su anhelo y congoja, papel en el que enjugar sus lágrimas. Le dolía Soria y Castilla. Un martes frío y animado de Navidad, comí un lechazo con una fabulosa pareja de editores catalanes que habían venido a pasar unos días por la capital. Tras visitar el decimonónico y soberbio salón de la cafetería del Casino Amistad Numancia, antigua sede de la intelectualidad soriana y hoy salón de juegos de un mermado puñado de ancianos, quedó Don Ángel pensativo y meditabundo y sólo acertó a decir para sí: «falten veus».
Mucha verdad yace moribunda en los desplegables de los artículos. Los comentarios suelen ser su postre o condimento perfecto, el néctar libado de florecillas podridas, su jugo y síntesis esencial. Aquel catalán anónimo no era uno más y tenía razón. Aquel dichoso catalán tenía razón. Con virtuosa y sacrosanta piedad echó un capote al viento y clamó por un mesías que devolviera a la maltrecha y yerta Castilla al trono del arte y la literatura universal. Lo hizo en un blog poco conocido y en una entrada minoritaria, en silencio y a sabiendas de que casi nadie lo leería. No señaló culpables y tampoco destinatarios. Con cuatro certeras palabras, dió con el gran mal que sobrevuela y señorea estas tierras y las cubre de olvido y penumbra. Desde aquella somera y traumática lectura, no he dejado de estrujarme la sesera para dar con el nombre y la forma de esos «ingredientes y elementos idóneos» que aquel catalán refería, pero celosa y proverbialmente callaba.
Dar forma es tarea difícil para un castellano. Conocemos mejor que nadie nuestras virtudes y nuestros males, pero callamos, nos conformamos y no lo exteriorizamos. El catalán anónimo fue muy certero y parecía conocer hasta el último ingrediente fundamental de lo castellano: el no hacerlo. Salvo contadas e ilustres excepciones que quien haya leído este periódico conocerá muy bien, las voces que mejor han cantado y pintado Castilla han sido extrañas y de fuera, lejanas. Castilla sólo se ha pintado a contraluz, desde el contraste del florido patio andaluz, el praderío verde del Cantábrico o las olas del Mediterráneo. Uno de los mejores libros que he leído este año es de un alicantino sumergido en la campiña numénica del Pisuerga y lleva por título dos versos: «Liturgia de los días. Un breviario de Castilla».
A Castilla y a los castellanos nos hirió de muerte la gloria y la soberbia de creernos inmortales. Somos una copeja de anís rancio y diluido, la madre ebria de todos los males nacionales. Una plaza de toros desierta o una plaza mayor de soledades, como diría Octavio Uña. El castellano de ayer sentía Castilla a cada paso y con cada aliento: en las calles y casas de piedra de su pueblo -más viejas que los Estados Unidos de América-; en los campos y herrañes rodeados de montes y sierras; en el frío y las boinas blancas de las montañas; en el roble y la encina; en los caminos que, como los ríos y los hombres, bajaban de las sierras; en los bueyes negros arando los pedregales y las churras y merinas pintando los pastizales; en las letanías de las viejas camino a la Ermita, la boina negra del abuelo y el cayado del niño pastor; en la partida y los vinos de la taberna y en la comida que cada día guisaba la abuela en el fuego bajo del hogar. Todo nos recordaba a ella y no necesitábamos escribirla o leerla para sentirla cerca. Las voces son siempre respuestas de auxilio, ecos que se elevan desde el abismo.
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Vivimos sin estar. El castellano de hoy necesita más que nunca de un altarcito o misal al que acudir de vez en cuando a rezar, un pequeño corpus artístico o intelectual en el que mirarse y proyectar su ideal. Nuestro ideal. El artista es siempre un intermediario, un minorista de la belleza y el secreto universal. Al vulgo con buen paladar, nos reconforta tanto o más que aprender, el ver la forma de lo que llevamos dentro y no sabemos expresar. En esta coyuntura globalista, cosmopolita, centralista e impersonal que todo lo fagocita, borra e iguala en una hedionda y homogénea mediocridad comercial, Castilla y los jóvenes castellanos necesitamos de nuevas voces que recompongan nuestra debilitada y diluida identidad. Hacerlo apremia. Es nuestra última y gran batalla. Necesitamos fontaneros, albañiles, camareros, médicos, profesores e ingenieros, pero muy especialmente escritores, periodistas, artistas, músicos, pintores y cineastas que den nuevas formas a nuestra vieja identidad y sólo ellos tienen la llave del alquímico y deseado efecto multiplicador de la población. Que el comentario del catalán anónimo llegue donde tiene que llegar y perdón si generalizo mi pesar.
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