Las noticias más leídas del sábado 8 de febrero en El Norte de Castilla

Nos vamos acostumbrando a este oxímoron de la nueva normalidad admitiendo, a la fuerza, usos y costumbres que nos hubieran parecido marcianos hace unos meses. Encaramos un verano muy diferente con una mezcla de confianza, pensando que la pandemia ya ha pasado, y preocupación por ... los datos de nuevos casos. También flota en el ambiente una viscosa sensación de miedo ante la posibilidad de que un rebrote vuelva a poner en peligro vidas, trabajos y libertad de movimientos. Es verdad que la única certidumbre posible en estos tiempos es la misma incertidumbre, el no saber aún de qué manera conjuraremos la brutal crisis económica, cuándo tendremos una vacuna para la covid-19 y, en un plano más domestico, cómo serán las vacaciones que están ya a la vuelta de la esquina.

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Hay algunos ritos que se van imponiendo. La gente, por fin, se lava más las manos y extrema aspectos básicos de su higiene personal; en todos los establecimientos se cuidan con mucho mayor rigor los aspectos referidos a la limpieza y desinfección, especialmente en bares y restaurantes. Observamos también cómo se han transformado locales, antes atestados de personas y hoy mucho más amables a la hora de consumir algo con una distancia física entre las mesas que se agradece. Los taxis están más limpios, también el metro y los autobuses, hasta las calles y el mobiliario de las oficinas y los centros oficiales. Después de la tragedia que hemos vivido, estos son los únicos aspectos que han cambiado en nuestras vidas para bien. La lejía, el jabón y los desinfectantes de contacto, se han erigido en productos de primera necesidad y eso es algo que se agradece y que tendría que haberse producido mucho antes. Que levante la mano aquel que no ha tenido en las inmediaciones de su lugar de trabajo un bareto cutre conocido coloquialmente como 'el guarro'. Pues eso es algo que cambia forzosamente tras el virus.

Lo que se observan, también, son algunas incongruencias en las que habrán reparado. En la calle todo el mundo va pertrechado con su correspondiente mascarilla. El ver que los demás la llevan y la presión social para cumplir las normas hace que sean muy pocos lo insolidarios que circulan sin tapabocas. Curiosamente, es en la via publica donde menos falta haría, ya que casi siempre es posible observar la distancia de seguridad adecuada con el resto de los transeúntes. Lo paradójico viene cuando los embozados llegan a su lugar de trabajo e inmediatamente se despojan de ella. Allí, sin mascarilla, las medidas de seguridad se relajan, las distancias se acortan y los hay que dejan el cubrebocas usado encima de la mesa, en un alarde de irresponsabilidad y mala educación. Son los mismos que cuando viajan solos en coche se la ponen sin necesidad o los que cuando ven a un conocido en algún lugar ensayan un movimiento de retroceso exagerado, como si se encontraran ante un transmisor de radiación nuclear. Se trata de incongruencias del nuevo tiempo, actuaciones contradictorias que reflejan muchas de las realidades paralelas establecidas por la crisis y alimentadas por el centón de normas promulgadas, derogadas y modificadas que rigen la vida de la sociedad sin que nadie pueda asegurar que no tiene dudas al respecto.

Tras la desescalada y la nueva normalidad, nos adentramos en un territorio sembrado de zonas grises que intentaremos sortear con prudencia, responsabilidad y sentido común, porque una vuelta al confinamiento general sería tan difícil de soportar como intentar meter de nuevo al genio en el interior de la botella. Precaución.

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