Setenta días de reclusión forzosa, el plazo que los egipcios fijaban para embalsamar y rendir homenaje al cadáver del faraón, han puesto en evidencia la vulnerabilidad de la especie humana y la magnitud venenosa de la incertidumbre en soledad. El alivio a esa angustia, ... nunca redimida por las artes del google y el wasap, promete ahora el retorno de un mundo feliz, al que el Gobierno llama 'Nueva Normalidad' en sus decretos laberínticos. Esa literatura de la desescalada viene a librar al ciudadano de su estado sumiso y sus estigmas de momia, que habían ido apareciendo en su aspecto físico y deteriorando lo más íntimo de su ánimo durante las largas semanas de encierro.
Publicidad
A la espera de la nueva felicidad tantas veces prometida, los partes del número de infectados y de víctimas mortales han perdido el interés de la gente, porque la libertad recobrada a pequeñas dosis exige un arduo análisis de esos complejos decretos donde se marcan los límites y las fases del libre albedrío. Una literatura leguleya y en permanente regateo rige con tal precisión las horas, los accesorios faciales y los itinerarios autorizados del personal trabajador u ocioso, que el recluso disciplinado debe emplear largo tiempo en programar el abandono de su cascarón de seguridad en donde se escondió angustiado durante tanto tiempo. En suma, la cautividad legalizada ha convertido al ciudadano de a pie en un profesor de incertidumbres, pues las órdenes del gobierno se hacen de día en día más confusas y menos perentorias.
El fantasma de la incertidumbre agita también al futuro del mundo que cabalga desde hace siglos sobre las estadísticas de la prosperidad económica. La volatilidad, ese ingenioso misterio que sacude estos días con fuerza huracanada a los mercados de valores, ha tenido esta semana un ejemplo sin precedentes en la bolsa: por vez primera en sus dos siglos de historia, los 'brockers' de Wall Street multiplicaron por sesenta en menos de diez minutos el valor de las acciones de un laboratorio farmacéutico, que anunciaba haber dado con la fórmula de la primera vacuna del coronavirus. Una supuesta información privilegiada, quizás bulo fabricado por la empresa farmacéutica, disparó su cotización sin exigir los inversores las pruebas del hallazgo: la convulsa especulación ciega al dinero y su ansia de fácil multiplicación en la ruleta empujada por un terror colectivo. Nada hay más eficaz que el miedo a la muerte para inflar el precio de un salvavidas, aunque sea remedio falso y tan estrambótico como un crecepelo. Bien podría haber hecho saber ese laboratorio de Cambridge (Massachusetts) la fórmula de su bálsamo de Fierabrás, como el que sanó a Don Quijote de sus dolencias: «Hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra», le pidió Sancho al ventero. Esa vacuna tan codiciada será, sin duda, la primera puerta abierta a la nueva felicidad. El silencio de los laboratorios esconde muchas sorpresas aunque todos los competidores en esta carrera de la virología, incluidos sus rivales norteamericanos, advierten que la primera fórmula de la inmunidad está próxima en algún laboratorio secreto de China.
Son muchas las razones para sospechar acerca de la llegada de una nueva felicidad. Al confinamiento riguroso sigue por ahora un confinamiento parcial. Nada sabemos con certeza del futuro sino es el presagio de la crisis económica, su magnitud sin precedentes y la dimensión de los dramas que causará. Nada hace esperar que tras el 'Estado de alarma' nazca una 'Nueva normalidad' que genere el respeto a los derechos humanos, la transformación de las reglas del capitalismo voraz y el cambio en los modelos de vida, producción y consumo, que devoran los recursos y cercenan el ecosistema terrestre. A pesar de la gran tragedia humana a la intemperie, los vaticinios de esa mudanza son escasos: todo seguirá desesperadamente igual que antes.
Publicidad
Pasan los días, se abren nuevos espacios de libertad al ciudadano recluso y la naturaleza se ofrece generosa. En mi primer día de desconfinamiento opté por aplazar los destinos de pago para recobrar la libertad en una excursión a la montaña, tantas veces soñada durante las horas de encierro. Al bajar del coche junto a la fuente del pueblo serrano, se me presentaron la luz y el silencio en todo su esplendor. Desde el fondo de la plaza, un cartero enmascarado levantó la mano en señal de bienvenida e inicié de inmediato la escalada. Una hora después, tras haber saludado de lejos desde el sendero fragoso a tres mujeres mayores vestidas de exploradoras y a dos guardias forestales, alcancé la cumbre y vi allá abajo, tras pinares frondosos, el pueblo que dormía feliz al mediodía, alzado sobre las aguas del pantano azul. En el camino de subida hasta las peñas que sostenían como flotando a las nubes blancas de la primavera, constaté que nada había cambiado en ese mundo hermoso diseñado desde hace milenios por árboles y aguas. En este valle se escondieron los últimos moriscos, informa el cartel turístico plantado junto a una higuera. Y más allá, una cascada copiosa que baja con estruendo desde la cumbre del monte, derrama las aguas de primavera sobre las ondas de un lago esmeralda. Nada se sabe aquí de cuanto sucede en el mundo más allá de la acequia que riega huertos y canta su sinfonía eterna en armonía con el gorjeo de los pájaros. La naturaleza en estado puro, ese respiro, esa revelación.
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.