Vicente Escudero baila en un estanque vacío de agua y para una audiencia vacía de gente por el confinamiento. Henar Sastre

Nueva anormalidad

Si la novedad consiste, como sospechan los firmantes de la carta al ministro Rodríguez Uribes, es una sustitución definitiva de la cultura a favor del espectáculo, estamos apañados con lo de la conciencia

Carlos Aganzo

Valladolid

Domingo, 12 de abril 2020, 13:24

«Aborreced las bocas que predicen desgracias eternas». Ignoro si la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, ha leído a Rubén Darío. Seguramente sí, cuando se sacó el máster en Literatura Americana por la École Supérieure d'Art de Avignon. Lo cierto es que, ... en la línea vital del autor de 'Azul', la suya ha sido la interpretación más optimista de la crisis de cuantas se han escuchado en los últimos tiempos. Europa, ha dicho, es como un «atleta lesionado». Un corredor de fondo que «lo único que necesita es entrenamiento para no atrofiarse». Y ahí ha aparecido, por fin, un fisioterapeuta con medio billón de euros. Tarde y a regañadientes. Y con condiciones, es decir, con la amenaza del regreso de los señores de gris. Pero medio billón.

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Algo es algo, porque en el sentido contrario hablan los que dicen que el atleta no volverá a las pistas hasta que no encuentre la vacuna adecuada. Un lapso que ni siquiera Rubén Darío está en condiciones de asegurar que sea menor de un año. No Europa, la humanidad entera es un cuerpo lesionado dividido en siete mil ochocientos millones de almas. Un virus que, a pesar del virus, triplica cada día su número de altas frente al de las bajas. Como las hormigas o las abejas. Pero con balcones y redes sociales.

El mundo se agita y, sin embargo, hay cosas que no cambian. Ni aunque se presenten con la cabeza reducida, como los jíbaros del Congreso. No sé las veces que lo repitió y lo subrayó el presidente del Gobierno. Lo de la «nueva normalidad», que es la frase de moda, junto a la de «doblegar» la curva. El que le escribe estas cosas sin duda no es lector de Rubén. No cambian los tonos, los modos ni las actitudes. Partido Socialista, Partido Popular y comparsas. Dos eternos combatientes, que un día se parecen a Walter Matthau y Jack Lemmon y otro más bien a Jim Carrey y Jeff Daniels. Y un coro de moscardones, algunos de ellos ciertamente molestos. Por groseros, por cínicos. O por absolutamente ajenos a la realidad. Es decir, por enajenados.

Un país que ha estado en dictadura, decía Kapucinsky, necesita cien años para saber hablar de democracia.

Seguramente Azorín, que fue un adelantado a su tiempo, tenía razón cuando escribió que «no hay más realidad que la imagen ni más vida que la conciencia». En lo de la imagen dio en el clavo. Si la nueva anormalidad nos libra de una vez de las imágenes de nuestros vecinos encerrados en sus casas, haciendo el tonto en chándal o en pijama, bienvenida sea. Pero si la novedad consiste, como sospechan los firmantes de la carta al ministro Rodríguez Uribes, es una sustitución definitiva de la cultura a favor del espectáculo, estamos apañados con lo de la conciencia. Sólo hay una cosa más triste que la visita virtual a un museo: el recorrido virtual por un parque. Ambas experiencias gozan ya de millones y millones de visitas.

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Entre el atleta lesionado de Lagarde y la nueva anormalidad de los teleñecos del Congreso, yo a lo único que aspiro es a tocar. Tocar los picaportes. Tocar a las personas. Tocar la vida de nuevo. Sin guantes. Libre de esta esclavitud de las imágenes deformes. Como las del callejón del Gato. ¿Que hay que seguir esperando? Pues paciencia.

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