Dicen que los gallegos pasamos por la vida en una nube, que llevamos el agua y la nostalgia a la espalda. Este fin de semana he cruzado el noroeste como un nubarrón más, pero en un avión lleno de transeúntes expectantes. En ese asiento diminuto, ... mientras despegábamos, sentí eso incómodo y efervescente que se siente las primeras veces. Y recordé las palabras de Amory Blaine, escritas por Fitzgerald: «La juventud es como una gran fuente de dulces. Los sentimentalistas creen que quieren volver a aquel estado puro y simple, antes de comerse los dulces. No es así. Lo que añoran es el placer de volverlos a comer (…). Yo no quiero reincidir en mi inocencia. Sólo añoro el placer de volverla a perder». Puede que la vida de eremitas forzosos nos esté dando la posibilidad de convertirnos en reincidentes ahora.
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Volaba a Madrid y era inevitable no pensar en la jungla que todos me habían advertido que me iba a encontrar. Me había tocado ventanilla, así que mientras cavilaba sobre la libertad y el libertinaje, podía contemplar como el sol se convertía en una línea naranja fluorescente continua y como, poco a poco, las montañas delineadas por molinos eólicos se transformaban en un puzle caleidoscópico en tonos tierra y trigo.
Estaba sobrevolando mi querida Valladolid. Al verla a vista de pájaro caí en lo psicodélica que ha sido siempre esta tierra de contrastes –a veces medieval, a veces punta de lanza–. Antes de llegar a los polvos de sol gigantes y atestados de Madrid, me acordé de la planicie sosegada y versicolor de la que fuera mi hogar universitario, de los paseos kilométricos en bici por callejuelas con olor a croquetas recién hechas y botellas descorchadas, de la humedad del Pisuerga… Y pensé que Valladolid no es 'tabernia', pero en verano tiene punkis que toman helados de Iborra al sol e intrépidas estudiantes que hacen topless en Moreras. Que no tiene Arco, pero sí tiene a menos de una hora en coche (lo que viene siendo un desplazamiento cotidiano en Madrid) el Festival Internacional de Fotografía de Castilla y León, que se celebra ahora en Palencia hasta junio y que les animo a visitar.
Quizá eso también sea la libertad, pero hace falta parecerse a las nubes, tomar perspectiva, altitud de miras, para apreciar los usos y las costumbres en su complejidad. Quién pudiera distanciarse de verdad para olvidarse del sabor, el olor y el tacto de las cosas, para volver reincidente y libre como una nube que se cruza con un avión por primera vez.
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