Este martes, 1 de noviembre, tocó el cementerio del Carmen y como antaño, cuando era niño, anduve de visita en torno al pasado más hogareño que reposa bajo la levedad deseada de la tierra. No había vuelto desde el último duelo familiar de quien dispuso ... su inhumación allí (coincide la estadística con mi experiencia personal en que ahora crece la inclinación por la ceniza y la dispersión), pero hace años que no me acercaba a Extramuros sin el peso anímico y urgente de ese trance, con la única intención de afrontar el ritual sereno que tradicionalmente corresponde a la víspera de un Día de Difuntos.
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Tras superar la majestuosidad de la entrada, a todos nos cambia el semblante y nos distribuimos con el apresto rígido de las visitas a paso vivo 'ma non troppo' por las bifurcaciones de la inmensidad silenciosa que se reparte por el Carmen hasta la más recóndita de sus sepulturas. La concurrencia que va y viene se comporta como un riego sanguíneo capaz de mantener con vida a todos nuestros muertos. Obedece a la pulsión de un latido presto a activar esta circulación de los recuerdos; a mantener viva toda la presencia que aguarda nuestra llegada.
¿Nada ha cambiado? Advierto la misma arenosa repercusión de las pisadas sobre el asfalto; parecido tintineo seco y apagado de baldosas rotas entre lápidas, a menudo deformadas por la euforia de las raíces y la horma del tiempo; el mismo crepitar de la tierra, idéntico rumor de viento leve que se deja filtrar por los cipreses y similar sorpresa ante esa decadencia desmedida del sol que solo es capaz de explicar el cambio horario. Hasta la lejana melodía de la Salve que canta la feligresía del Carmen al final de la misa detiene el tiempo, como en los haces de luz salidos de Sirio hace milenios.
¿Nada ha cambiado? Aparentemente, todo está en orden, como siempre. Quizás con menor gentío, que recuerdo hace décadas agolpado entre los puestos florales apostados alrededor; una suerte de asentamiento fronterizo que cobija el último bullicio aceptable. Pero sí: en este cementerio adusto que se deja iluminar con la memoria orgullosa de los nombres ilustres, ha cambiado absolutamente todo desde que también salen por fin a la luz todos los nombres arrebatados a la memoria durante décadas. Casi un millar de víctimas que poco a poco superan la opacidad del olvido y que hallarán justo lugar para su recuerdo. Un paseo ritual por el cementerio del Carmen proporcionará también esa catarsis capaz de depurarnos colectivamente. Ahora recuerdo todas las ocasiones en que de niño pisé lo que creía camino cuando era, en realidad, fosa común y vergonzante. Por eso todo ha cambiado ya en este cementerio que se reconcilia con sus muertos. Incluso puede que la visitas que ahora recibe deban reservar parte de su intención a velar por el estado de los pilares que sostienen nuestra identidad. Sabemos quiénes somos cuando nos asomamos a cuantas referencias físicas nos rodean, a esas estrellas muertas que aún señalan nuestro origen. Y hoy somos mejores porque si mirar alrededor es mirar al pasado, cerrar los ojos fue un gesto cobarde y finalmente inútil de ocultamiento.
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Puede que toda esta sugestión se halle solo en nuestra mente, sí. ¿Pero hay algo que no esté solo en ella, incluido el calor que advertimos a través de la piel, o la luz que recogen nuestras pupilas; esos patrones que se repiten en nuestros cálculos; ese sonido que vibra en nuestros tímpanos, ese recuerdo que no se irá jamás, o ese pálpito que nunca se manifiesta? Alivia, pero avergüenza que aún estemos en el trance de colocar a los muertos en sus tumbas, a los nombres en su sitio; porque es muy tarde, aunque diga por ahí algún refrán que nunca lo será si se hace lo debido.
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