Jóvenes en las Moreras durante San Juan. Gabriel Villamil

Noches de San Juan

Crónicas de gentes recias ·

«Los hielos y los vasos no faltaban en los círculos, como bajados desde el cielo por la Diosa Hieloneta»

Pablo Merino

Sábado, 19 de junio 2021, 09:24

Íbamos con unos macutos hacia la calle Tudela. Amenizaba el túnel 'El Pibe', un músico argentino que cantaba bellísimas baladas y que en otro tiempo cantó al lado de Sabina y tuvo por público a un joven príncipe que hoy es rey. No sé qué ... habrá sido de El Pibe. El Pibe era único, y cómo cantaba y cómo tocaba, en invierno y en verano, mi buen amigo El Pibe. Llegábamos a la mitad de la calle Tudela y entrábamos en El Árbol, con nuestros macutos y nuestra tonta alegría de juventud. No teníamos la mayoría de edad y éramos unos efebos de lo más ilegales. Comprábamos licor Marie Brizard de sabor manzana, y el día en que madre nos daba más guita, hacíamos pequeñas inversiones en vodka Knebep, vino Don Rodrigo y ron Almirante.

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Íbamos con nuestros petates de guerra a rebosar, con los tapones asomando traviesos a la espalda, como periscopios que nos avisarían de la presencia de unos siempre díscolos agentes de policía. ¡Son chavales y quieren beber, y querrán enamorarse!, pensarían los díscolos agentes, que algún día también fueron jóvenes. De la mano llevábamos las bolsas de El Árbol, cargadas con mezcla y tinto de verano por si algún rácano había escatimado en alcohol. Nunca llevamos vasos ni bolsas de hielo de esas que escandalizan a basureros, fotógrafos y señoras que compran El Norte de Castilla por la mañana, pero los hielos y los vasos no faltaban en los círculos de amigos, como bajados desde el cielo por la Diosa Hieloneta. El local donde estaba El Árbol lleva años y años con un cartel de 'Se Alquila', buscando un inquilino que vuelva a hacer feliz a los jóvenes en San Juan.

Nos reuníamos con otros pocos amigos a la entrada de Simago para ultimar las compras. Mientras atravesábamos Poniente o la Plaza de Santa Ana veíamos chavalotes con principio de alopecia y polos horrendos tomar rebujitos y comer pinchos en las casetas, acompañados de amigos calvos y mal vestidos, sin darnos cuenta de que algún día, cuando menos lo esperásemos, seríamos nosotros los pobres de espíritu que disfrutan de la Feria de Día. Cruzábamos San Lorenzo para torear la Feria de Noche. Entrábamos por la zona donde se instalaban los hijos de la urbanización, los productos del Lourdes y las niñas beodas que se avergonzarán de haber sido un poco frescas cuando el domingo toque comulgar con papá, mamá y los nueve hermanos. Allí descargábamos la mercancía, dispuestos a hacer alquimia. Regábamos las moreras con Coca-Cola hasta que, a ojo, cupiese todo el licor en la botella de soda. Volvíamos a cargar nuestra pesada cruz hasta dar con el mismo grupo con el que días antes sufríamos por haber olvidado las obras de Baltasar Gracián.

Mis amigos se solían posar en la cuesta, cerca de la caseta de madera, para que los rezagados nos viesen y quien fuera a mear, entre la marabunta de jóvenes extasiados por la libertad, nos encontrase fácilmente. Bebíamos y bebíamos y nos retábamos con juegos de beber caseros, sin necesidad de aplicaciones móviles que pregunten a Juanito si se la ha cascado pensando en la prima Tere. Entre el tumulto encontrábamos a amigos a los que llevábamos meses o años sin ver porque se cambiaron de instituto. Y aprovechando el anonimato del barullo, nos acercábamos a pedir un vaso a ese grupo de chicas guapísimas e inalcanzables que serían las camareras de nuestros bares favoritos en la Universidad. Los más populares se paraban a cada pocos metros a saludar e ir a mear se convertía en una tarea imposible. Andábamos la cuesta atraídos por el olor a pescadilla de los ojos del puente de La Rosaleda y bajábamos las escaleras hasta la terraza del río, con las carteras bien asidas para evitar tentar a los de diversificación de cada instituto que se congregaban en los muros de contención a hacer el mal. Orinábamos y nos avergonzábamos de que esas chicas maravillosas, que pronto mojarían sus pantorrillas en la piedra húmeda de nuestra propia urea y amoniaco, viesen cómo unos niños mean Marie Brizard.

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Cansados de beber, dábamos un paseo por el camino principal, los hombres a dar una vuelta de reconocimiento, y las mujeres a dar la clásica 'putivuelta'; y era muy bonito ver a la gente tan contenta, bebiendo, fumando y disfrutando con las músicas que salían de sus altavoces o del concierto que se celebra en las canchas. Los novios compraban gafas de luces y rosas de plástico a los negros ambulantes para sus recientísimas novias. Todo estaba en orden en la noche de San Juan. Solo quedaban el humo y el olor a brasa cuando llegábamos a la playa. Creo que solo llegué una vez a ver la hoguera, y era muy grande e imponente. Sabíamos que la noche estaba dando a su fin y el resto sería perder el tiempo en una lenta vuelta a la calma.

Volvíamos a casa pero en Cantarranas aún se oían ecos de fiesta. La gente bebía los restos y parecía más ebria y menos feliz que en Moreras. El Jardín de Estambul estaba al borde del colapso y ya solo daban un infausto kebab de cordero al que en esos momentos habríamos puesto un pisito en Estepona. Volvíamos comiendo el kebab, y lo terminábamos surcando López Gómez. Los taxis esperaban su momento en Circular mientras El Pibe dormía. Sedientos, bebíamos de la fuente el primer trago de agua tras muchas horas secados por un alcohol de tercera. El Pibe ya no está en su codo del túnel. Todo es más triste sin que nadie se escandalice, y el 24 de junio nadie se escandalizará con las fotos que publique El Norte de Castilla.

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