Ya sé que el año comienza entre heladas y noches eternas, pero a algunos nos cautiva la transición orbital que encuentra su momento mágico en la noche de San Juan. En consecuencia, tampoco le hago muecas de oprobio a quien desea feliz año nuevo ... entre las horas breves y nocturnas de esta madrugada que será, por segunda vez consecutiva, una noche oscura del alma, vacía de liturgias para la limpieza estacional interior. Con la falta que hace.
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Dos años consecutivos sin quemar esos estorbos que anegan la memoria y para nada sirven. Dos años consecutivos de cachivaches acumulados en el alma que no disiparía ni el espíritu cargante de Marie Kondo aunque aplicara toda su capacidad purgante, todo su desapego, toda esa cínica superioridad espiritual de la que tanto abusa. La sorprendería el sol naciente en mitad de la faena lanzando suspiros de agobio con el pañuelo aún atado a la cabeza. Incluso para la limpieza general, como diría Krahe, «la hoguera tiene un qué sé yo» insuperable.
Por desgracia, una vez más nuestra playa de Las Moreras permanecerá vallada con el fin de evitar tumultos indeseables. No discuto la medida. La secundo, pero la lamento. Acaso se deba a que puedo resumir a grandes rasgos los hitos capitulares de mi biografía con el destello breve y conciso de una docena de noches de San Juan memorables entre las que de todo hubo: jornadas interminables de trabajo sirviendo bebidas sobre una barra metálica portátil frente a la hoguera de la playa, vuelos transatlánticos, conciertos de Crom, confesiones, confidencias y pendencias. Si no podemos acudir al arenal junto al río para contemplar boquiabiertos cómo ascienden nuestras inquietudes atadas a las pavesas encendidas, a los nostálgicos debiera al menos permitírsenos simular por una noche en la fachada del edificio Duque de Lerma el mantra inmarcesible de nuestra juventud, o sea, «OTAN, no. Bases, fuera».
Sin embargo, y a pesar del poder evocador de todos esos momentos, no debiéramos confundir las huellas de la fiesta con el poderoso sortilegio que tiene lugar durante esta noche a través del fuego, aunque los ritos paganos no cuenten con obispos que los defiendan y su grey de seguidores sea, en sentido estricto, de auténticos infieles. Debemos concederle a la alquimia de la llama el beneficio de la duda y proceder, aunque sea de forma testimonial, a su encendido, como sucede con el cirio pascual durante la santa madrugada. Ahora que todo es un escándalo y España está que arde, necesitamos más que nunca cualquier liturgia que nos abra los cielos, como advertía y procuraba Mircea Eliade, que fue capaz de desvelar los brillos sagrados camuflados en la magia de lo profano y llevar, gracias a su hechizo, a Ileana y a Stefan, sus amantes de 'La noche de San Juan', a un instante infinito de felicidad lejos de su tiempo y su lugar.
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Arrastramos nuestras basuras desde hace meses y necesitamos una hoguera testimonial que purifique la convivencia; una hoguera que reduzca a cenizas, por ejemplo, la ineficaz y burocrática estrategia bilingüe que ha desenmascarado con coraje uno de nuestros colegios; una hoguera que reduzca a cenizas la oscura y cruel vileza que persiste en dominar todo atisbo de humanidad en quienes son capaces de asesinar a las madres de sus hijos o a sus propias criaturas; una hoguera que eleve envuelta en su columna de humo las ínfulas tribales, ridículas y excluyentes, en toda escala y latitud. Porque de no hacerlo volverá a sorprendernos ese viento solano del que nos previno Ignacio Aldecoa. Ese que «quema la mies en los mediados de junio» y trae sin remedio «el dulce, pegajoso e inquietante olor de la tormenta».
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