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El primer recuerdo de mis jornadas bélicas en Gaza, allá por los primeros años de este agitado siglo, es el de las partidas de canicas que jugaba con los niños de los campamentos de refugiados en Al Bureij y Bet Hanun durante las breves horas ... de alto el fuego. Esa memoria de los únicos momentos luminosos y felices en aquella tierra de dolor y muerte es quizás una de las pocas peripecias más adecuadas para maldecir la barbarie humana más siniestra: la que osa denominar sin vergüenza 'víctimas colaterales' a los miles de niños que mueren cada año en la primera línea de fuego en cualquier guerra y que envía al cadalso a menores de edad formando parte del batallón infantil para conquistar tierra enemiga, protegidos ellos solamente por su inocencia inerme. Ocurrió este mes en los poblados palestinos de Gaza y en la playa ceutí de El Tarajal.
En esos escenarios de una batalla ajena, los niños son víctimas inocentes de una crueldad programada. Durante los últimos diez años, según estiman los expertos de UNICEF, han muerto más de un millón de niños en conflictos armados. Las guerras afectan gravemente y de variadas maneras a los niños, debido a su vulnerabilidad. Solos e indefensos en medio de un caos reinante que no entienden, muchos son reclutados por la fuerza de milicias clandestinas para encontrar qué comer cada día y defender causas ficticias que no entienden. Los derechos fundamentales de estos niños son cínicamente ignorados por la autoridad competente y en beneficio de actos bárbaros y crueles. Esas bandas armadas eligen a niños y no a adultos por la facilidad en convencerles a unirse a ellos y en manipularlos más tarde. Los niños de todas las guerras son inocentes, inconscientes del peligro, obedecen a ciegas, no desafían a la autoridad y salen mucho más baratos que cualquier mercenario.
Los gendarmes marroquíes miraban al otro lado mientras 2.000 ó 3.000 niños y adolescentes se lanzaban al mar para atravesar una de las fronteras más grotescas y osmóticas del mundo. Salían ellos del agua asustados, temblando de frío, pisaban la orilla agotados, avanzaban con miedo y se encontraron solos en mitad del caos. Alguien perpetró el engaño de empujarlos, una autoridad que esconde su identidad y vileza en el silencio. La Convención de Ginebra para la protección de ciudadanos civiles prohíbe el reclutamiento y la participación en hostilidades, directa e indirectamente, a niños menores de 15 años. Nadie elige dónde nacer o crecer en un lugar en guerra, pero los niños que viven en países como República Democrática del Congo, Yemen, Siria, Uganda, Sudán del Sur o los rohingya de Birmania, cruzan los años de infancia con el miedo pegado al cuerpo. Frente a los horrores de la guerra, aun cuando salven su vida, los niños son víctimas de profundos traumas emocionales que los marcan y cambian para siempre.
El estruendo de la guerra y el letargo de los cadáveres dejan en la memoria infantil, escondidos en ella para siempre, los horrores de la muerte. Me lo mostró con firmeza profesional en su hospital psiquiátrico de Gaza la doctora Janin Samak. Sentados en torno a una mesa, los ojos entornados y las manos agarrotadas por el miedo, los niños dibujaban con lápices de colores las imágenes de sus pesadillas nocturnas: helicópteros disparando misiles, tanques con bandera israelí vomitando cohetes, niños encogidos en su cama con los ojos abiertos como platos, explosiones y edificios derruidos. No había árboles ni flores en esos dibujos de terrores infantiles, y tampoco sangre. Lo advirtió en alguna de sus novelas de disección humana don Miguel Delibes: el niño es un ser que encierra todo el candor universal y tiene abiertas todas las puertas de la vida; pero el hombre adulto ejerce su oficio de vencedor y reniega de toda felicidad. Ante una multitud conmovida, el escritor israelí David Grossman denunció en Tel Aviv hace unos días la barbarie de la guerra y la destrucción de Gaza: los 65 menores de edad musulmanes muertos en la Franja y los aterrorizados niños de la vecina ciudad judía de Ashkelon han soportado otra guerra, la de los Once días, tan inútil que ni siquiera parece haber terminado. El frenesí de los dos bandos para grabar en los suyos la certidumbre de una gran victoria se traduce entre la gente en pequeñas derrotas. Una generación entera de niños, en Gaza y en Jerusalén, seguirá creciendo, odiando y malviviendo con el trauma de las explosiones y las sirenas.
Con la obsesión de encontrar un desasosiego lejano, busco a veces entre la lluvia incesante de imágenes que llegan de Gaza el perfil de los edificios derruidos por los misiles, por si alguno coincide con el de la Escuela Emaret Qatar, en Al Bureij. Allí aprendí a jugar a las canicas con mi amigo Kamal al Masri y sus compañeros de clase usando los casquillos de las balas que ellos recogían en la calle después de los tiroteos. Hasta que un día de suerte logré pasar para ellos por la aduana de Eretz, única entrada en la franja de Gaza, una bolsa llena de bolas de colores. Esos niños de la guerra, de todas las guerras, no son los fantasmas de un sueño ni el espectro de una pesadilla. Ellos conocen bien el estrecho límite entre la vida y la muerte y su palabra debería valer más que la de los políticos.
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