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Desde las laderas del kibutz Neve Ur, los labradores que han robado a la ribera reseca del Jordán los terrenos más fértiles, para plantar cítricos y construir piscifactorías, contemplan al otro lado del río las huertas frondosas de los agricultores jordanos de la aldea de ... Mughayir. Las tortuosas curvas de la Carretera 90, que desciende por el valle entre barrancas desde el lago de Tiberiades hasta el mar Muerto, y el cauce escaso del Jordán enmarcan desde hace un siglo otro territorio deseado por Israel. Allí se establecieron los primeros kibutz para la colonización de las tierras palestinas tras la fundación del Estado de Israel. En las estribaciones de la meseta de Cisjordania levantó el ejército su primera línea de defensa frente a los ataques de los fedayines palestinos. Los habitantes de los asentamientos judíos soportaron durante varias décadas, con fe ciega y razones bíblicas, los cohetes de sus vecinos árabes y resistieron sus asaltos armados.
Hay lugares en esa geografía bélica medioriental de fronteras movedizas en donde, por razones misteriosas, se concentran la energía de la historia, la ambición de los gobernantes y el odio entre vecinos. De viaje hacia Jerusalén desde las orillas idílicas del lago Tiberiades, visité una tarde tórrida de julio el kibutz Neve Ur, medio millar escaso de habitantes descendientes de judíos iraníes, rusos y polacos que lo fundaron hace setenta años. Me instaron enseguida aquellos pioneros de la colonización a visitar la Isla de la Paz, una lengua de tierra fluvial rodeada por las aguas sagradas del río Jordán, a un par de kilómetros de su aldea, a la que ellos siguen llamando Naharayim, topónimo antiguo que significa en hebreo 'Tierra entre dos ríos'.
Un destacamento del ejército israelí asentado en la orilla derecha del Jordán advierte de que su autoridad termina allí, en un paraje extrañamente pacífico, porque el visitante se percata enseguida de la presencia enemiga: la casucha donde se albergan los soldados jordanos, en la orilla opuesta del río, está a menos de cien metros. Un puente levadizo al que se accede por un torno destartalado lleva hasta el famoso islote, exiguo y disputado territorio bajo la soberanía del rey de Jordania desde hace veinticinco años. Con la precaución a que obliga la credibilidad del testigo que me lo contó, me atrevo a asegurar que el episodio diplomático entre Israel y el reino hachemita, por el cual Jordania se quedó con ese islote de unas 50 hectáreas de superficie, es el único contencioso territorial resuelto gracias a la generosidad judía.
Al parecer, el rey Hussein de Jordania tuvo una intuición de difícil realidad la noche anterior al día de la firma de los Acuerdos de Paz con Israel. El monarca jordano había sufrido en marzo de 1968 la dolorosa derrota de Al Karamé, la batalla en la que el ejército israelí destrozó centenares de tanques jordanos y palestinos cerca de la desembocadura del mar Muerto. Según mi cronista y confidente, un oficial jordano encargado de recibir a los visitantes en la Isla de la Paz, el rey Hussein llamó por teléfono al primer ministro israelí Isaac Rabin la noche del 25 de octubre de 1994 para proponerle la creación de un parque en el islote fluvial de Naharayim, bajo soberanía de Jordanía, donde se celebrarían encuentros de jóvenes de ambos países que sirvieran a la causa de la paz. Rabin, general de mil batallas y víctima de su valerosa aprobación de los Acuerdos de Oslo, concedió al instante el dominio del islote al monarca jordano, con el que mantuvo una relación confiada hasta su asesinato por un joven sionista un año más tarde.
La Isla de la Paz es uno de los lugares más emblemáticos de una paz imposible. Pocos son hoy los visitantes, jordanos, palestinos o israelíes, que cruzan el puente para pisar las praderas siempre en flor, unas veinte hectáreas de terrenos baldíos poblados por un centenar de soldados jordanos. Como si la memoria de la guerra se alargara hasta cerrar todas las puertas a la convivencia entre vecinos, separados por ese Jordán bíblico cuyo caudal no alcanza al de un arroyuelo escondido entre la maleza, esa frontera entre dos países que firmaron una paz temerosa hace un cuarto de siglo regresa a la actualidad como límite de otra conquista israelí.
Luciendo sus mejores mañas de político avieso, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, se presentó ante los electores en una alocución televisiva una semana antes de las elecciones legislativas que pretende ganar a toda costa. Ante un gran mapa de la región del Jordán, desde su nacimiento en el lago Tiberiades hasta su desembocadura en el mar Muerto, Netanyahu prometió a los israelíes el regalo que esperan hace tiempo los partidarios de la colonización total de Palestina: la anexión de la tercera parte del territorio de Cisjordania, la franja entre el río Jordán y las llanuras más pobladas de esa región, aún bajo el control solo oficial de la Autoridad Palestina, territorio reclamado ahora como botín electoral por el primer ministro israelí con este argumento casi bíblico: «Se nos presenta un gran reto y una oportunidad histórica, quizá única, para aplicar la soberanía israelí sobre nuestros asentamientos en Judea y Samaria y otras zonas con gran importancia para nuestra seguridad y para nuestro futuro». Nunca tuvo Israel un proyecto tan claro para anexionar más territorios árabes sin derramamiento de sangre, porque Netanyahu espera la ayuda de Donald Trump para llevarlo a cabo sirviendo al amigo americano de gendarme fiel en Oriente Medio.
Si Benjamin Netanyahu, el político belicoso que parece luchar contra sí mismo aunque nunca superó el grado de capitán en el ejército, gana las elecciones el próximo miércoles, los casi tres millones de palestinos que viven en Cisjordania serán encerrados en una cárcel con media docena de puertas de salida y perderán la única abierta todavía hoy para visitar a sus familiares residentes en Jordania. Israel habrá conseguido así recuperar el penúltimo retazo soñado de Tierra Prometida, desde la orilla del Mediterráneo hasta el Jordán.
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