No creo que a nadie le sorprenda que muchos clientes anulen su reserva en un restaurante en fechas tan convulsas; servidor, sin ir más lejos, lo ha hecho un par de veces por mieditis al contagio. Dudo que los hosteleros consideren anormal estas decisiones de ... última hora, que son un palo para su negocio, pero es lo que hay. Transmitiendo en directo y a todas horas una pandemia con contagiados, hospitalizados y muertos hay que tener un espíritu un poquito legionario para celebrar las fiestas en un local cerrado o tiritando de frío en plena calle.
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Los que no cantamos a coro aquello de «soy el novio de la muerte», preferimos quedar como el culo con ese restaurante, tasca a o taberna (aunque el dueño sea amiguete) que degustar una buena comida mirando de reojo a los vecinos de mesa, ajustándose la mascarilla o tratando de entender al camarero que canta con el tapabocas puesto los platos que ofrece fuera de carta.
Los amigos que tengo en el sector saben que sigo yendo a probar sus especialidades y a darles ánimo, porque soy consciente de que su negocio está de capa caída, como casi todos menos las farmacias, que tienen cola para vender los productos de moda. Mientras unos lloran por la anulación de una mesa a otros les da un alegrón que un cliente llame para decir que ya no quiere los tests de antígenos, porque saben que alguien se los quitará de las manos pagándolos más caros todavía.
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