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La primera reunión en La Moncloa del proceso de diálogo emprendido por los gobiernos del Estado y de la Generalitat sirvió evidentemente a los interlocutores, Sánchez y Aragonés, para tantearse, confirmar la consistencia de cada una de sus posiciones -empezar a distinguir las que ... son inamovibles de las que admiten graduales deslizamientos-, constatar que estamos ante una operación de años, y, seguramente, pulsar la credibilidad de la lealtad del otro: después de un suceso como el 1-O, lo verdaderamente difícil será restituir la confianza entre PSOE y ERC (se descarta que JxCat se incluya de buena fe en la operación, por lo que hay que esperar deslealtades: el pospujolismo no parará hasta que haya recuperado la hegemonía en Cataluña, algo que habrá que ver si los catalanes están o no dispuestos a permitir después del 3% y del pujolgate que ha afectado a casi toda la burguesía conservadora).
De momento, no se ha acordado ni la fecha de arranque de los prolegómenos (fijación del método de trabajo, de la periodicidad de las reuniones, de los representantes por cada parte, de la formación de un plenario y de distintas comisiones, etcétera) y nada se hará hasta septiembre. Y las partes se han dado de entrada los dos años que restan de la legislatura estatal para cuajar los primeros acuerdos.
Como colofón a la primera entrevista, de carácter inaugural y casi protocolario, las partes han fijado en público sus posiciones, con una descripción conscientemente falsa del contenido del encuentro (parecería que los dos actores hubieran estado en reuniones distintas): es obvio que en una fase tan preliminar no se ha hablado ni de amnistía ni de autodeterminación. El hecho de que la reunión se haya producido en términos correctos y de que vaya a continuar significa que ambas partes han renunciado de antemano a sus posiciones radicales. Y que, por devoción o por obligación, van a someterse al marco constitucional, aunque tensándolo todo lo posible.
Uno de los requisitos del éxito a largo plazo es la flema de los interlocutores. Como se ha dicho, hay muchos intereses dispuestos a lograr que la operación fracase. Hay dos escollos que habrá que salvar y que requerirán tiempo, imaginación y esfuerzo. De un lado, habrá que controlar políticamente al Tribunal de Cuentas para evitar algunas extralimitaciones estructurales del organismo en la que la mayoría no habíamos reparado y que no casan con los derechos fundamentales: no es posible que una instancia administrativa pueda imponer fianzas dinerarias que arruinen al 'sospechoso' en casos tan vidriosos como los que se esgrimen de proselitismo soberanista antes de que recaiga sobre él una sentencia firme (la tutela judicial efectiva debe proteger también a los ciudadanos en esta tesitura). De otro lado, para pacificar el ambiente habrá que facilitar el retorno de los huidos, que sería más sencillo si previamente se reformara el delito de sedición en el código penal, acercándolo al derecho europeo. Se trata, en fin, de extender el derecho de gracia -el perdón- para que las sanciones y las penas sean más llevaderas y el problema de fondo pierda una parte de su dramatismo hasta volverse abarcable.
Paralelamente, es necesario realizar una vasta operación de opinión pública. Es patente, por el tono de los debates periodísticos y por el propio ambiente callejero, que se va imponiendo lentamente la visión pragmática del 'procés' como algo que hay que superar, para lo cual es necesario recurrir más a la magnanimidad que al rigor de las normas que sancionan a quienes transgreden el statu quo constitucional (nadie niega el delito ni deja de reprobarlo: sencillamente, se introduce parcialmente el perdón en las ecuaciones de la normalización).
Y en la propia Cataluña, la confrontación abierta entre soberanistas y españolistas debe reducirse a términos manejables, hasta regresar espontáneamente a viejo bilingüismo, a la confraternidad de las comunidades diversas y maduras, capaces de aceptarse en su diversidad. Este proceso requiere también tiempo (quizá el que más de todos los mencionados), y en cuanto se haya emprendido realmente, estaremos al borde de una solución negociada que garantice la estabilidad durante dos o tres generaciones. Cuando hayan discurrido, ya no habrá problema porque Europa ya será un estado federal
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