![Necesitamos afectos](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202010/01/media/cortadas/1427893031-kVIE-U1203281896674YG-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Cuando el Gobierno autorizó a abandonar el encierro forzoso de tres largos meses y recuperar la calle, la gente se lanzó a las terrazas como si no hubiera un mañana. El verano estaba a punto de hacer su aparición y nosotros aún no habíamos podido ... disfrutar de la primavera, una estación que vivimos en la cautividad de nuestras casas. Quien más, quien menos, hizo planes, convocó a familiares, a amigos, se reunió con compañeros de trabajo y las ciudades se llenaron de grupos de personas que celebraban la vida con la intensidad de los largos retornos.
Después de mucho tiempo sin ver a hijos, nietos, padres, hermanos y a las personas más cercanas y queridas, se celebraron miles de reuniones familiares que sirvieron para recuperar una relación de afectos interrumpidos por el dramatismo del virus. Había que olvidar la soledad y las largas jornadas de encierro, un aspecto muy humano que ahora algunos quieren criminalizar como el causante del preocupante rebrote que vivimos. Se anatematizan las reuniones familiares y no se tiene en cuenta la necesidad psicológica de unión con lo demás. Los psiquiatras y los psicólogos pueden dar fe de lo tocadas que salieron del confinamiento un numero ingente de personas. Ancianos aislados, sin ver a nadie y sin ninguna muestra de cariño cercano, otros que sólo se relacionaban con las personas más queridas a través de la fría pantalla de una tableta, jóvenes estudiantes atrapados en otro país, sin relación con sus padres y hermanos. Teams, Zoom, FaceTime o Skype, se convirtieron en nuestra forma de comunicarnos, siempre en una pantalla y siempre a distancia. ¿Cómo no entender entonces la imperiosa necesidad de establecer contacto personal?
Nadie niega que haya que adoptar rigurosas precauciones, pero a menudo no se valora la dimensión social que tenemos como personas y el impulso psicológico de relacionarnos. Eso no justifica, en absoluto, comportamientos irresponsables y botellones peligrosos que no deben producirse, pero falta en la ecuación entender el por qué quien pudo se fue de vacaciones con más ganas que nunca, o cómo ha habido celebraciones surgidas de la necesidad de poner en primer plano los afectos. Ahora, cuando la posibilidad de nuevos confinamientos es una hipótesis que gravita sobre nuestra nueva anormalidad cotidiana, un halo de pesimismo se ha adueñado del estado de ánimo colectivo. Las ciudades están tristes, las calles tienen mucha menos vida, por todas partes se ven locales cerrados, establecimientos que se alquilan o se traspasan, negocios donde hubo animación que ahora han dejado de existir. Este es el panorama en el que nos movemos, deseando lo mejor y preparándonos, en el fondo, para lo peor.
No se puede ni se debe achacar la proliferación de casos de contagio a una especie de irresponsabilidad general que a veces se maneja con excesiva alegría. Hay que llevar obligatoriamente mascarilla, hay que lavarse las manos y tener siempre alcohol cerca, se debe de respetar escrupulosamente la distancia de seguridad, así como las limitaciones en el número de personas que pueden reunirse, y asumir también todas las medidas que marcan las autoridades sanitarias. La vigilancia de todo ello debe de llevarse a cabo con rigidez para proteger el bien colectivo de la salud, pero, al mismo tiempo, hay que dejar vivir a la gente y no cargarle con el peso de la culpa. Se han hecho cosas mal, de acuerdo, pero también han faltado imágenes mostrando la cruda realidad de la pandemia y campañas de concienciación eficaces y creíbles. Los errores, conviene recordarlo, han sido varios y de carácter general.
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