Nos preguntamos, qué necesidad tenía de acabar así, con un borrón en la Historia, cuando su trayectoria como Rey tuvo tan buena acogida por parte de la gran mayoría de los ciudadanos. Incluso aquellos que tenían el corazón más republicano decían aquello de: «Yo no ... soy monárquico, soy juancarlista». Una manera, ya ve, de reconocer sus servicios a la sociedad, especialmente el haber pilotado, con inteligencia y astucia, la difícil transición desde la dictadura que encarnaba su antecesor a una democracia que nos hizo sentirnos orgullosos como país.
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Se le llamó, y lo fue efectivamente, el «motor del cambio», el impulsor de un proceso de transformación que modernizó España en tiempo récord con un entorno de complicaciones de toda laya. Tuvo a su favor a la gente, por su comportamiento campechano, y también a la prensa, que supo subrayar sus aciertos, minimizar sus errores y mirar hacia otro lado cuando tenía conocimiento de sus privados lances amorosos. Entonces, en aquellas circunstancias, existía una línea no escrita de protección a la Corona que también le sirvió a usted, señor, para vivir más tranquilo.
Uno de sus episodios románticos fulminó las barreras de la discreción e hizo saltar por los aires los mecanismos de seguridad mediática que hasta entonces le protegían. No ocurrió cuando el expresidente del Gobierno Felipe González ignoraba su paradero, fuera de España, para que firmara imperiosamente el nombramiento de Javier Solana como ministro de Asuntos Exteriores. Sucedió años después, tras aquella fatídica caída en Botswana, donde se encontraba matando elefantes acompañado de Corinna Larsen. Aquello desveló un estilo de vida tan poco ejemplar como altamente peligroso. Entonces, aún no habían saltado a la opinión pública sus tejemanejes económicos, que le llevaron a cobrar 65 millones de Arabia Saudí para después regalárselos, como prueba de amor, a la rubia princesa por la que bebía los vientos.
Ahora, la fiscalía suiza investiga una transferencia de 3,5 millones de euros desde una cuenta suiza, a nombre de la fundación panameña Lucum en la banca privada Mirabaud, a otra en el paraíso fiscal de Nassau (Bahamas) de su abogado Dante Canónica. Sabemos que operaba tan tranquilo que hasta dio la dirección del palacio de la Zarzuela como su domicilio habitual, para que no hubiera dudas. Nos choca, cómo no, que retirara, mes si, mes también, 100.000 euros, o más, para gastos personales y nos preguntamos dónde puede uno utilizar todo ese dinero en metálico.
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Como todo se termina sabiendo, hay también constancia de la compra de dos apartamentos de lujo en la estación suiza de esquí de Villars-su-Ollon por un total 2 millones de euros, y nos intriga saber en qué momento prescindió de la ejemplaridad necesaria para ejercer su oficio. Ha causado, señor, un gran daño a la Corona, y ahora será su hijo Felipe VI, quien tenga que establecer los adecuados cortafuegos con su persona que se ha vuelto problemática para la institución y para la honestidad que ésta debe representar. No tenía usted ninguna necesidad de acabar así su papel en nuestra historia reciente. Personalmente, lo siento. He viajado con usted como periodista por muchos países, he cubierto informativamente decenas de actos con su presencia y me he sentido deudo de gratitud por lo que hizo desde la Jefatura del Estado asentando la monarquía constitucional. Hasta que se obnubiló y protagonizó unos hechos que nunca querríamos haber tenido que tomar por ciertos y de los que, pese a que le ampara la presunción de inocencia, existen pruebas abrumadoras. Ni España ni usted, señor, se merecían tal cosa.
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