Una Navidad con Celaá

Lo más abrasivo de todo es que la Ley Celaá haya llegado con los bares cerrados y con la espalda quebrada, que es la peor forma de recibir a las vacunas, si es que llegan y no son placebos; tan placebo como el sanchismo lo es del podemismo. Yo estudié en los bares, y en eso consiste la educación.

La Ley Celaá y la ciudad iluminada y con lo candados bajados es el fin de la civilización; es verdad que en este tiempo de abstinencia hemos descubierto a Berlanga, pero también que el periódico se lee peor con el café de recuelo, el que tenemos en casa, y que sin bares no hay Castilla. Ni vida.

La Ley Celaá, en el fondo, nos da la temperatura de este país indolente. No hay un Castelar pero sí está Cuca Gamarra, y con eso tenemos que ir acostumbrándonos a que nuestros hijos sean más cafres que sus padres alentados, quizá, por un activista social, un brasas con estudios raspados en Pedagogía.

Dicen también que serán unas fiestas distintas: otros años cenábamos con Otegi en la cocina y en esta lo tendremos dando, quizá, el mensaje de Nochebuena mientras el olentzero trae regalos a los niños buenos de Parquesol.

Serán las últimas navidades en español constitucional. Irene Montero llora. Armen el Belén y no regalen libros, no sea que Celaá nos mire con su hieratismo momificado.