A veces la memoria de los hechos históricos se enreda y empareja proezas populares de muy distinto mérito. En la Puerta del Sol de Madrid, agitada estos días por la tormenta de una campaña electoral convertida en farsa política, se muestran dos placas en homenaje ... a los héroes de dos hechos muy heterogéneos: la una, dedicada a «los héroes populares que riñeron en este mismo lugar el primer combate con las tropas de Napoleón el 2 de mayo de 1808»; la otra, de corto trayecto y exagerada estimación, en recuerdo de los manifestantes del movimiento 15M: «Dormíamos, despertamos». La algarada de los madrileños en armas frente a la caballería francesa de los mamelucos costó la vida a medio centenar de rebeldes; seis años después de su nacimiento, el partido alumbrado en el 15M se bate en retirada ante las urnas. El valor del héroe no debe ser medido con tan distintos baremos, porque solamente la verdadera proeza humana deja huellas, sobrepasa lo efímero y soporta el paso de los siglos. Para evitar tales extravagancias, es preciso vigilar de cerca el veleidoso capricho del líder prepotente.
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Hace dos siglos, en otro 2 de mayo, se jugó el rumbo de la historia de España en dos escenarios de recuerdo confuso: en Madrid, la plaza de Oriente ante el Palacio Real y en otros lugares de la capital donde los sublevados libraron sangrientos combates frente al poderoso ejército del mariscal Murat; y en Francia el Castillo de Marracq, un edificio hoy ruinoso que mira altivo desde la ciudad francesa de Bayona el valle del Adour. Visité sus muros restaurados y escuché el murmullo lejano de sus piedras guiado por la mano de un buen amigo, el historiador Joseph Pérez, quien susurró allí con su tino doctoral la sentencia histórica de aquel paraje: «aquí naufragó la honra de los Borbones y España se abrió a su ansiada modernidad, aunque después perdió su brújula». Luego me leyó el alegato que Bonaparte envió a Madrid después de que los Borbones, presos del Emperador ya entre aquellos muros (Carlos IV y su hijo Fernando VII), abdicaran: «Españoles: después de una larga agonía vuestra nación iba a perecer. He visto vuestros males y voy a remediarlos... Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de las Españas; os haré gozar de los beneficios de una reforma sin quebrantos, desórdenes ni convulsiones». Había corrido ya mucha sangre por las calles de Madrid cuando Bonaparte firmó esta proclama, y en diciembre de 1808 el Emperado entró triunfante en la capital.
No he conocido otro país poblado por ciudadanos con más amor a la historia que los franceses, seducción intelectual que sólo supera su pasión por la gastronomía. En la dulce Francia de Montesquieu y Brillat-Savarin se abre estos días la agenda del bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte, fallecido en el olvido lejano de su exilio, la isla inglesa de Santa Elena, tierra de esclavos situada a mil millas al oeste de la costa de Angola serpenteada hoy por las altas torres de pozos petrolíferos. Con esa avidez de historia que caracteriza a los franceses, se anuncian centenares de eventos acerca de aquel corso que siempre habló un francés marcado con el acento italiano de su isla natal. El desafío de la celebración que durará casi un año entero es notable: exposiciones de obras de arte, congresos, conferencias y convocatorias de toda condición, que no excluyen las manifestaciones populares, se proponen revisar un pasado espinoso. Y como acontece en los momentos eclipsados de la 'grandeur de la France', se pone en entredicho la oportunidad de tanta conmemoración y la dignidad de un personaje arcaico que sepultó las glorias de la Revolución Francesa, incendió Europa con su ímpetu conquistador y gobernó erigiéndose emperador de un régimen autocrático, violento, patriarcal y esclavista.
El ocaso de Napoleón comenzó en Madrid el día 2 de mayo de 1808, cuando se prendió la mecha que se extendería por toda Europa. Aquella Guerra de Independencia española fue el escollo del Imperio francés y lastró su expansión. Salvo Gran Bretaña, Bonaparte no se había topado antes con ningún enemigo capaz de derrotar a sus ejércitos. Tras del General De Gaulle, el militar que salvó a Francia de la humillación de su derrota frente a Hitler, Napoleón es hoy el más popular de los grandes hombres de la historia de Francia. Su belicismo está grabado en los monumentos que él ordenó levantar en su honor. Sobre los muros del Arco del Triunfo están los nombres de medio millar de sus generales y de 128 batallas, sus victorias militares.
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En tiempos de héroes, la guerra, esa barbarie humana que mide la ambición de los poderosos y engendra la desgracia de los pueblos, marca los hitos precisos para ordenar el caprichoso calendario de la historia. Ninguna otra causa del devenir de las naciones ha surtido con mayor alarde los museos y las bibliotecas, porque la memoria colectiva que alimenta el dolor y la gloria ha encontrado siempre acomodo en la imagen de los episodios bélicos y en su literatura. El paso de los siglos difumina esa maligna evocación de conquistas, crueldades y matanzas a mano armada, palidece el rojo de la sangre y ganan el cuadro de la batalla los ocres de la congoja y el negro de la muerte. Los historiadores debaten los detalles de relato, pero raramente ponen de acuerdo a los vencedores y a los vencidos mientras el héroe se esfuma.
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