El nacionalismo extremo de Putin

La invasión de Ucrania, como antes la irrupción rusa en Crimea, Donbass y Georgia, es la expresión de un conflicto entre el mundo ruso y el mundo occidental. Por encima de tantos argumentos explicativos para la invasión que van desde una disparatada comparación con Hitler del inquilino del Kremlin, hasta el temor de Moscú a los misiles nucleares de la OTAN en territorio ucraniano, en el fondo, todo está galvanizado por una pulsión nacionalista rusa. Por un intento de poner fin a la occidentalización de Ucrania para devolverla a su estado original en tanto que parte integrante del mundo ruso.

Estos días se recuperan las palabras del François Mitterrand en 1995 ante el Parlamento Europeo advirtiendo que «el nacionalismo es la guerra». Años antes había salido abucheado de Bayona por los abertzales cuando proclamó en medio del fragor del terrorismo de ETA: «Soy enemigo de quienes pretendan destruir el Estado y la nación». El autócrata de Moscú pretende ahora despojar a Ucrania de su esencia de Estado y nación para revertirla en el modelo etno-cultural eslavo-ruso.

La milenaria Rus de Kiev. El delirio de Moscú sostiene que todos los eslavos orientales comparten una única cultura e historia basada en el cristianismo ortodoxo, las raíces eslavas y el idioma ruso. El nacionalismo ruso está en el origen de todos los conflictos independentistas y territoriales de los últimos años. Boris Yeltsin se dio cuenta demasiado tarde de que su elección de Putin para sucederle en la presidencia de la nueva Rusia surgida del desplome de la URSS había sido un error.

La últimas elecciones al frente de Rusia Unida las ganó con el 76,67% de los votos y en las encuestas de opinión la mayoría «confirma» su nostalgia nacionalista en contraposición de un occidente sin corazón y sin valores espirituales. Nacionalismo en su versión extrema. Pero nacionalismo al fin.