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En el televisor de la gasolinera hay silencio. El café se toma en no sé qué rito de miedo. El cambio del orden mundial supongo que ha de ser esto. Ver, oír y mirar al infinito del fondo de una taza de café. Hace nada ... teníamos una riña de gatos que empezó por estos pagos y llegó hasta Génova, y hoy tenemos lo que tenemos. Las lágrimas ucranianas y esa impotencia de que nada puede hacer aquí el hombre normal. Los periódicos traen al llano imágenes como de otra época: fuego, sangre e inocentes.
A veces, Nazario, entre los surtidores y lo que vende al hambriento, exclama un «no es esto, no es esto», que es asumido por la parroquia. Ha vuelto, pues, el miedo. Un miedo que en la cafetería de la gasolinera ya ni nos quitamos, digo, en ese temor compartido que ni siquiera ayuda a espantar la 'jindama'. Corre frío. Hace días que no madrugo para salir a correr, quizá porque he entrado en un nihilismo insano. Dejo que Lupo vaya solo, que yo pienso en la tercera guerra mundial y tiemblo. Llaman familiares y lo mismo. En las conversaciones están palabras como Chernobil y nucleares, y no debieran. Y aquí, justo aquí, no se puede poner en práctica eso tan orteguiano de la conllevancia. El sátrapa sigue ahí, tan tranquilo y amenazador, con su currículum de polonio y otros venenos y ese catálogo que lleva de desaparecidos que informaron sobre las fechorías de este zar del siglo XXI.
En la mañana intentamos comprender por qué el mundo lleva demasiados días intentando destruirse. Desde un bicho mortífero a un pepino nuclear. Nos ha tocado vivir peor que nuestros padres.
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