Sostiene un amigo, hostelero de lengua sanamente crítica y nada gregario, que esto es el fin del mundo «pero no nos lo quieren decir para que no la liemos». Su broma encuentra ratificación cada vez que la situación se agrava y sube un peldaño ... en este reto de la pandemia por dejarnos sin aliento y sin un maldito euro en el bolsillo.
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Con esta teoría, si llueve fuerte, como estos días, es una señal inequívoca de que hemos pasado el Rubicón hacia el caos; si en Estados Unidos –con todo su Silicon Valley, la Nasa y los cerebros de Harvard– tardan tanto en contar los votos es un signo más de nuestro salto al vacío. Y si al Gobierno le ha desaparecido el comité de expertos, no es porque fuera un burdo engaño sino por mor de un agujero negro e insaciable que todo lo traga.
Pero no se aflijan, que a Segovia, como casi todo, de llegar el fin del mundo lo hará con cierta demora. Aquí las evidencias son contrarias y lejos de ocurrir cosas extrañas que evidencien un desenlace colectivo de nuestros días, todo sigue igual y continuamos como paladines de la fuga de población, un asunto al que el virus ha eclipsado, pero que no cesa.
Esta vez son las monjas: las 'juaninas' y las clarisas de San Antonio el Real. Se van y no esperan a ver aquí como la armamos al enterarnos que el final se aproxima. Y eso que permanecemos tan pocos que el lío será mínimo y el fin del mundo igual pasa de largo. Como todo.
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