Mugre en Madrid

Hace algunos años era una estampa frecuente en la ciudad ver a los operarios de limpieza, provistos de altas botas impermeables, regando a mucha presión las aceras del foro. Una tarea en la que se auxiliaban de enormes rastrillos de púas metálicas que arrancaban, literalmente, la porquería, dejando un rastro de humedad y limpieza que era muy de agradecer. En tiempos de la alcaldesa Ana Botella, y por mor de la crisis, el Ayuntamiento decidió limitar hasta extremos ridículos ese servicio y, en consecuencia, las calles dejaron de limpiarse cada noche. La llegada de la corporación local del cambio, con Manuela Carmena al frente, tampoco enmendó la situación, suspendiendo ostensiblemente en todo lo relacionado con la limpieza y el cuidado de las aceras. No se trata de que existan barrios donde las calles no se adecenten, sino que la situación de incuria alcanza hasta el corazón mismo de la ciudad. Basta darse una vuelta por el centro madrileño para advertir en el pavimento una capa superpuesta y pegajosa de negrura tan sospechosa como repugnante. Dios quiera que a un bebé no se le caiga el chupete al suelo, porque el riesgo de infección es más que una hipótesis exagerada.

Cuando los habitantes de Madrid paseamos por otras ciudades españolas sentimos una envidia, nada sana por cierto, al comprobar el estado de limpieza de sus calles y vías públicas. Puede producirse alguna situación crítica ocasional, pero nada comparable con la consuetudinaria mugre que exhibe la capital de la nación. En algunas zonas muy céntricas esa suciedad repulsiva va acompañada de olores típicos de amoniaco procedentes del salvajismo de quienes utilizan las calles para exonerar su vejiga. Así, como suena. Esta estampa, que sería inconcebible en cualquier lugar mínimamente civilizado del planeta, es algo relativamente común en los madriles, bien por la falta de educación de su alegre muchachada o la de los hinchas británicos que acudieron en decenas de miles a la final de la Champions y algunos decidieron evacuar los muchos litros de cerveza ingeridos contra tapias, portales y aceras.

Madrid está hecho un asco, la verdad, y lo que deberían hacer los políticos es, como poco, reconocer la situación y ponerse manos a la obra más temprano que tarde. De un lado se trata de adecentar la ciudad más turística de España para ofrecer una imagen que se aleje del tercermundismo actual en materia de limpieza. Y de otro, permitir que sus habitantes puedan pasear sus calles sin sortear chafarrinones sospechosos y aromas de letrina. Y luego, hablamos de lo que quieran, pero antes la limpieza, por favor. Se trata de algo que, como la ducha diaria y el uso de desodorante, especialmente en verano, no se corresponde con ningún color político. El agua no es de derechas ni de izquierdas. El aseo, personal o viario, es inherente a la civilización y la cultura. Desincrustar la mugre es una obligación estética, además de sanitaria. Si alguien piensa que esta apreciación es exagerada, seguramente no frecuenta Madrid en su mismo centro. Solo así se puede interpretar la realidad en clave de hipérbole.