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La semana se ha ido en un funeral de letras, a la sombra, eso sí, de un funeral de la más alta realeza. En realidad, siempre fue así, es la dinámica del mundo. Y eso que el escritor que nos abandonó, Javier Marías, pertenecía a ... la aristocracia literaria. De ello han dado muestras los medios de información, generosos con la prematura despedida de un autor controvertido, inspirador de grandes amores e, inevitablemente, algunos recelos.
Su muerte se ha convertido en una especie de enjuiciamiento, en un sopesar el porqué de su éxito. Más allá de sus virtudes estrictamente literarias, de sus valores técnicos podríamos decir, Marías tuvo algunos indudables aciertos. Probablemente el fundamental fuera el de anticiparse al anhelo social de un país que salía de la dictadura y miraba al cielo europeo como si desde allí Carlomagno y la propia Europa, devuelta de su rapto, nos estuvieran dando señales de bienvenida. La novela española había estado aquejada de ensimismamiento, de apego a la tierra y a las sombras de un país en sombra. A los de la generación del 50 los llamaban garbanceros. Unos garbanceros que, empezando por Martín Santos y terminando por Marsé, dejaron obras imprescindibles para entender un tiempo y el propio género de la novela del siglo XX.
Pero estábamos cansados. Queríamos ser como nuestros compañeros de continente, tener sus mismos anhelos y sus mismos miedos. Y ahí estaba Javier Marías para contárnoslos. Mientras algunos compañeros de generación seguían apegados a una línea que conectaba con las raíces sociales y literarias con adn puramente español, Marías nos situaba en Oxford, se sacudía el polvo del camino y apuntaba a otros horizontes. Eso no tiene en sí mismo un mayor ni un menor valor literario. Se puede naufragar y se puede brillar del mismo modo narrando la monótona existencia del vecino que hablándonos de la azarosa vida de un ex agente del servicio secreto británico.
Al final se trata de contar desde el interior del lenguaje y de transmitir un mundo propio, más allá de ese trabajo de manualidades –de birlibirloque podemos decir– de algunos tratantes de literatura que sin tener instinto de escritor tratan de componer novelas de modo artificioso mediante esquemas e información, algo que como recordaba Umbral equivale a «querer ser pintor solo a base de estudiar geometría». En cualquier caso, el tiempo juzgará. Ese es el mejor crítico que hasta ahora ha dado el género humano. Y lo mismo sirve para reyes que para escritores, ya vayan estos descalzos por los desmontes del pasado o luzcan botines comprados en el escaparate más pomposo de Londres.
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