Mataron a Davide Rebellin y se nos quitaron las tonterías del cártel del Bierzo que dicen que es machista, de las lágrimas de mamandurria y de porcelanosa de Irene Montero, la viva estampa de la meritocracia ibérica. La muerte de un ciclista, que se retiró ... hace nada, que tuvo su leyenda, a lo Maradona, nos pone frente a la verdad. Porque el ciclismo -dopaje sí o no- es como el toreo; verdad. Y frente a la verdad de la existencia, frente a un camionero que te arrolla y huye no caben paliativos, ni tío tok ni leches. Sólo queda agachar la testuz, tirar del día, mirar la estrella del portal de Belén que tienes por montar y ver que vivimos en el peor de los mundos posibles, y que, aun así, estamos como de milagro usted y yo ahora, con el periódico.
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Un domingo casi navideño.
Rebellin tuvo sus sombras, porque aquí no hemos venido a sufrir, y quien lo diga miente. Aquí hemos venido a crecer y multiplicarnos, y eso le voy recordando a Lupo, ese perro mío resucitado y como de porcelana que anda haciendo crujir la escarcha en un no sé qué de cristales que tintinean al crujir en la mañana castellana.
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Cuando Lupo ve que me voy a Abantos o a Cervera con la bicicleta en el techo de la furgoneta me mira como si no me fuese a volver a ver. Le devuelvo la mirada y tomo la carretera a la amanecida, con el brillo escondido de alguna liebre que nos acecha, orejuda. La muerte de un ciclista es injusta, como toda, pero al arribafirmante le llega en el peor momento porque quizá sólo se ha encontrado a sí mismo subiendo las trochas de La Covatilla en un verano olvidado.
Hace frío, salgo en bici.
Y rezo.
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