![Mosca de verano](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202208/10/media/cortadas/GF4SFPN1-kLfF-U170939901896xNG-1248x770@El%20Norte.jpg)
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A veces creo que durante los compases más profundos de este agosto desteñido por el sol quedamos en la ciudad un puñado de supervivientes entre los que estamos la mosca que vive en el escaparate de mi librería favorita y yo, que dedico unos segundos ... a contemplarla todas las mañanas antes de que nos alcance a ambos el horario de apertura, cuando el aire aún no ha comenzado a cocinar nuestros pulmones y el silencio resiste a cuanto mamarracho callejea con el barato, sempiterno y tortuoso reguetón que brota por los altavoces de su coche.
Y ya va para una semana que la mosca en cuestión aparece serena y meticulosa entre los volúmenes del escaparate, como una clienta indecisa con un vale descuento prendido en las alas, incapaz de decantarse por ese Bulgákov reeditado o por lo último de Nórdica. Salta de un libro a otro y pareciera retocar la serifa de las tipografías impresas en sus cubiertas con esas patas diminutas y prodigiosas que igualmente se pasean por los libros o por la verticalidad irisada del vidrio que nos separa. No sabe la mosca cuánta envidia despiertan sus capacidades innatas. O bien pudiera ser que sí lo sabe y soy yo quien vive inmerso en una insalvable ignorancia que, por supuesto, la incluye a ella con todos sus detalles.
El primer día la presumí cautiva por un error en las evoluciones azarosas de su vuelo, como la deriva de esos paseantes que de pronto entran sin pensárselo en el local y sucumben al susto de verse rodeados por el silencio y la quietud que acompaña casi siempre a los libros. Algunos bufan y se marchan desolados por ese instante sin ruido ni estridencia que casi los mata de aburrimiento. Otros, sin embargo, empequeñecen mientras salen y piden perdón, como si hubiesen entrado en un velatorio ajeno; como si creyeran que los libros van a examinarlos a ellos, a juzgarlos y a condenarlos. Dan ganas de abordarlos antes de su retirada y decirles que los libros no muerden, como ese perro tan cariñoso que sacan ellos al parque todos los ocasos y liberan de su correa para que se solace feliz un rato por el césped. Apetece ser más preciso, incluso, y confesar que aunque los buenos libros, en efecto, no muerden, suelen horadar en las entrañas hasta alcanzar los lugares más profundos e inhóspitos de nosotros mismos; como un Stanley obstinado capaz de hallar a ese Livingston perdido y mojigato que todos mantenemos oculto en la frondosidad inaccesible de nuestro ego. Pero pronto advertí que no es el caso de la mosca singular, la misma que ahora salta de letra en letra, como si quisiera decirme algo, y dibuja ochos enigmáticos sobre una imagen de Galdós. Puede que se trate de un pariente lejano de aquella otra legendaria mosca de la tele, pero en modo alguno víctima de una prisión forzosa. Si esta pudo entrar involuntariamente en mi librería favorita, hace tiempo que se sintió afortunada por el desliz y decidió permanecer allí dentro, como una pionera en busca de su lugar en el mundo; una migrante colonizadora.
La imagino prudente durante el horario comercial –por la cuenta que le trae– y despreocupada tras el cierre, ahíta de títulos y nombres propios; de paseo por los clásicos, de marcha por los poetas, de farra por los eruditos; embriagada con el atractivo diseño gráfico de las novedades y puntual conmigo al clarear el cielo, antes de que el fuego acabe con el matiz tonal de todos los objetos. Una mosca especial que vive en un santuario atemperado de amabilidad y civilización sin alardes. Quizás piense de vez en cuando en ese hombre que asoma desde hace una semana al otro lado del cristal y especule sin recato alguno sobre él y su extraño e inexplicable cautiverio ahí fuera.
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