Hace justo 50 años terminaba de grabar su último disco y ponía rumbo a París. Jim Morrison había engordado, se había dejado barba y ahora cantaba blues. Era un cruce de Keats y Nietzsche, una estrella de rock cabalgando por el desierto, un vampiro borracho, ... un chamán eléctrico. Acorralado por la justicia, decidió instalarse en París y convertirse en un poeta francés. Se afeitó la barba y, junto a Pamela, su mujer, visitó España en un viejo Renault. Se extasió en el Prado ante el Jardín de las Delicias y visitó la Alhambra. Regresó poco después a París sin saber que allí le esperaba la muerte.

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El 3 de julio de 1971 Pamela le encontró muerto en la bañera de su apartamento parisino de Le Marais. Llamaron a un oscuro doctor y fue enterrado en Père Lachaise. Sin autopsia. Un paro cardiaco, dijeron. Se especuló con un asesinato sobrenatural. Que le sacaron los ojos con un cuchillo para liberar su alma. Que la CIA estaba detrás de su desaparición. Que fue una sobredosis de heroína. Pronto surgió la idea de que no había muerto. Si había alguien capaz de escenificar su propia muerte y desaparecer en alguna parte del planeta ese tipo era el Rey Lagarto.

Quizá Jim Morrison siga por ahí, con alas en la espalda como garras de cuervo, cantando a los jinetes en la tormenta, escuchando el grito de la mariposa, nadando hasta la luna, cabalgando la serpiente y cancelando su suscripción a la resurrección. En todo caso podría haber sido perfectamente nuestro juglar de dormitorio en estos días apocalípticos. Por eso 50 años después seguimos refugiándonos en un ataúd con discos de Jim Morrison.

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