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Una mañana de estas, un tipo saldrá de su casa para desayunar y cruzará los pasos de cebra sin ancianas, y los bulevares vacíos. Después, pasará por el parque y el estanque donde los niños tiran a los patos pellizcos de pan duro, cruzará ... el puente sobre el río humeante y acortará por el solar donde antes se metían caballo los yonkis y en el que ahora solo hay conejos, escombros y jaramagos. Hará todo ese recorrido con la mascarilla puesta y se la quitará, aliviado al fin, al sentarse en el bar.
El hombre con una mascarilla por una calle vacía que pretende el Gobierno representa el sinsentido de algunas políticas en la lucha contra el coronavirus. Terminaremos llevando la mascarilla cuando no haya nadie y nos la quitaremos para tomar algo con los colegas, y he de decir que esto último no me parece mal. Un tipo embozado en soledad y al aire libre representa el chamanismo que ha guiado muchas de las decisiones de las administraciones. En la lejanía, una mascarilla protege lo mismo que colgarse un colar de tabas al cuello, que llevar un diente de ajo en el bolsillo. Protege lo mismo, digo, que cruzar los dedos o untarse el bigote con caca de gato. Si el virus se ha vuelto tan contagioso, la gente lo contraerá en la panadería, en el chino, en el gimnasio y en el metro mucho antes que cruzándose con un extraño mientras caminan por una acera.
Si se prohibe, es que deberíamos de entender que no llevar la mascarilla en la cima de un monte estará contribuyendo a la expansión del virus. La moralización de la enfermedad consiste en que detrás de cada contagio hay un ciudadano equivocado o incluso llevado por la mala intención, por falta de solidaridad, por no ser capaz de dejar de lado el hedonismo, el vicio del bar o el viaje a cambio de la salud del grupo. O por un supuesto egoísmo que se ha representaba de manera tan eficaz al acusar a los jóvenes de irse de botellón la víspera de comer en casa de su abuelo asmático. Al otro lado de un contagio siempre se aparece alguien que se ha dejado llevar por la falsa sensación de confianza y otras ideas latiguillo que encuentran acomodo en la noción de que el ciudadano es un idiota. Porque el contagiado, y sobre todo el contagiador, deben aparecer aquí como verdaderos tontos del haba y hacedores de un mal por el que reciben el castigo del test positivo, la enfermedad y acaso la muerte justiciera.
La norma de la mascarilla en exteriores será una fabulosa máquina de fabricar chivos expiatorios: lo serán todos los que no la cumplan. Moría la gente por los taberneros, por los madrileños, por los franceses, por los chavales de la botellona y ahora morirán por los que en medio de una playa desierta no llevan la boca cubierta. La pandemia es poco menos que un castigo bíblico por nuestra mala cabeza. Desde los vítores que se lanzaban desde los balcones cuando los corzos repostaban en las gasolineras hasta la demonización de los jóvenes, de los bares y el turismo, el esquema mental del covid supone que esto nos pasa por ser así como somos. Morimos porque nos lo merecemos.
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