«Cuesta creer que, a pesar de todo, mantengamos la esperanza de que en algún momento nuestra dirigencia política vuelva a emplearse en ejercicios constructivos y no en posiciones destructivas y rígidas»
En el centro de Roma, a orillas del Tíber, se eleva unos 50 metros sobre el suelo una colina llamada monte Testaccio. Ocupa una superficie de unos 20.000 metros cuadrados y está formada por los restos de más de 25 millones de ánforas acumuladas ... entre los siglos I y III dC, según estiman los arqueólogos. La mayoría procedían de la provincia Bética –por ejemplo de Córdoba– y llegaban por barco a la capital del imperio llenas de aceite de oliva. Este producto se utilizaba sobre todo como alimento, como en la actualidad, pero también para alumbrarse o preparar ungüentos curativos y de belleza. Roma llegó a superar en aquella época el millón de habitantes, por lo que el suministro de aceite procedente de otros territorios era abundante y constante. Los mercantes remontaban el curso del río y, llegados a puerto, se descargaba el líquido en depósitos mucho más grandes. A continuación, los recipientes, las ánforas, se desechaban porque el aceite, al empapar la cerámica, las dejaba inutilizables para usos posteriores. Esos restos se fueron apilando durante siglos en ese monte de las ánforas rotas, como escamas de barro cocido, tratadas con cal para evitar olores. Ahora el promontorio está cubierto de vegetación y, a simple vista, nada lo diferencia de cualquier otro formado por la naturaleza. Desde hace décadas, equipos de investigadores, principalmente españoles, excavan en su interior buscando información para conocer mejor la historia cotidiana de aquella época. Para un observador profano, se trata de un monte normal y corriente. Los científicos lo consideran un inmenso y valioso archivo, un gigantesco puzle, un complicado jeroglífico. Todo comenzó, sin embargo, como un enorme vertedero.
«España está levantando poco a poco su particular monte Testaccio. No a base de cascotes ni fragmentos de ánforas de cerámica inservibles, sino con palabras y argumentos huecos, eslóganes, ingeniosas efervescencias, como memes del momento en las redes sociales...»
Si uno observa y analiza con mínimo detenimiento qué sucede en el plano político de nuestro país desde hace años, es fácil concluir que España está levantando poco a poco su particular monte Testaccio. En mitad de todo. Pero no a base de cascotes ni fragmentos de ánforas inservibles, sino con palabras y argumentos huecos, eslóganes, ingeniosas efervescencias que, como los vídeos de gatitos, solo sirven para perder el tiempo; con toneladas de vanidad, con falacias, pertinaces desmemorias, trivialidades, fatuos personalismos y antagonismos irreconciliables. Después de lo cual cuesta creer que, a pesar de todo, mantengamos la esperanza de que en algún momento nuestra dirigencia política vuelva a emplearse en ejercicios constructivos y no en posiciones destructivas y rígidas. Lo que hace dos mil años eran ánforas capaces de almacenar y transportar setenta litros de aceite son, en este momento, tácticas huérfanas de política, incoherencias de manual, contradicciones y regates convertidos en método. Ripios apilados, en definitiva, de un debate público inconsistente que ha perdido de vista el encofrado básico de nuestro sistema democrático: el respeto a los hechos, a la verdad, a la honradez intelectual y la honestidad. Basta leer una semana la prensa para hallar ejemplos. Uno en primera persona lo aporta Eduardo Madina, víctima de ETA, exdiputado del PSOE, ahora articulista ocasional y directivo de una consultora. Explicaba hace poco en una entrevista en la publicación 'Jot Down' por qué había abandonado la política activa: «Lo llevaba fatal cuando sabía que tenía que decir una cosa que era la contraria de algo que dije nueve meses antes. Me tiraba tres días tocado. Porque eran cambios de opinión sobrevenidos con los que yo no estaba de acuerdo. Por una 'posición editorial' de mi partido o del grupo parlamentario. Esto ahora opera en el ciclo de las 24 horas. No hay principio de contradicción. Puedo decir exactamente lo contrario de lo que dije ayer. Y no tengo miedo de cómo vaya a influir esto en las dinámicas de voto porque sé que la velocidad de los capítulos, en esa serie de la que estamos formando parte todos, va a hacer que dentro de tres semanas nadie se acuerde de esta parte del guion». Así sucede, tristemente. En todos los partidos políticos, en los nuevos y los viejos, con escasas y honrosas excepciones. Los primeros romanos que comenzaron a apartar ánforas rotas en un punto concreto de la urbe no imaginaron que, con el transcurso de los siglos, aquello acabaría convertido en una enorme mole de desperdicios integrada en el paisaje. En cualquier caso, aquello es cerámica y, con maquinaria y paciencia, el hombre podría aplanar esos 20.000 metros cuadrados y hacer desaparecer cualquier vestigio. ¿Pero cómo haremos, cuánto nos costará, para remansar nuestra convivencia social y política a terrenos más decentes, respirables y perdurables? ¿Cuándo nos daremos cuenta de que, como sociedad, seguimos levantando una montaña de problemas para el entendimiento, el progreso y el consenso presentes y futuros? Seguramente todo comenzó a estropearse el día en que, por primera vez, un dirigente político decidió contratar a un especialista en marketing o publicidad y darle un despacho, un móvil y una orden: ganemos a cualquier precio.
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