Jamás me he disfrazado de nada, salvo de mí mismo, y ni siquiera me he puesto una de esas caretas de cartón que se sujetan con goma a la nunca. Prometo por mi conciencia y honor que nunca asistí a un baile de esas características, ... como tampoco recuerdo haber sonreído admirando el ingenio de los que van vestidos de arlequines, payasos o jinetes cabalgando una escoba; ni siquiera me hizo gracia ver a un chavalín disfrazado de retrete, que también son ganas. No obstante, si fuera obligatorio vestirse para la ocasión, este año lo haría de jeringuilla (alta y finita), delegado del PP en el próximo congreso (lustroso y bien vestido), o hippy tirando flores (con cara bobalicona). Por si fuera poco y dada mi estancia durante años en un colegio de jesuitas, estoy incluso dispuesto a disfrazarme de cura premiando con obleas a quien me bese la mano.
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Pero, por encima de todas esas extravagancias y otras que no cito, solo hay una vestimenta que me gustaría calzar, y no en carnaval sino durante ocho o diez años: senador del Reino de España, con sueldo, dietas, viajes y bagatelas para comprobar si era cierto lo que decía un político que, tras ocupar muy altos cargos en esta comunidad, fue designado a dedo para ese momio llamada Alta Cámara. Sin haber transcurrido un mes de su nombramiento sentenció: «El Cielo no existe porque no puede haber algo mejor que el Senado». He aquí un disfraz provechoso…
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