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Para hablar de la verdadera dimensión de una catástrofe nunca conviene hacerlo al principio ni al final de la misma: «Es en el momento mismo de la desgracia cuando uno se acostumbra a la verdad», dice Albert Camus. Lo demás es retórica. Con ... independencia de si en España hemos superado o no el célebre pico de la pandemia. Con independencia de las fechas y las condiciones del estado de alarma, lo que sí parece cierto es que en esta tercera semana de confinamiento hemos tocado el hueso de la verdad.
Y la verdad no es halagüeña. La bolsa de las buenas intenciones tiene agujeros, y el crédito absoluto de la sociedad hacia sus mandatarios se termina. En el techo de la pandemia, somos ya muy conscientes de los errores sanitarios que hemos cometido. Y eso lo podríamos aceptar. Pero la unidad en torno a las medidas que acompañan a estas actuaciones sanitarias se ha roto. La crítica al Gobierno ya no es sólo la del empecinado Torra y sus delirios nacionalistas. Ni los pequeños ni los medianos ni los grandes empresarios están de acuerdo con las disposiciones adoptadas. Ni los periodistas contentos con la transparencia de la información. Y los ciudadanos ya alternan en los balcones la solidaridad y el apoyo a sus vecinos confinados con las caceroladas de denuncia a la pareja Sánchez-Iglesias.
De poco sirve pensar que hay países dentro de Europa, como Francia o el Reino Unido, que están gestionando la crisis peor que nosotros. Poca gracia nos hace ya que en Estados Unidos , que se ha convertido en el gran problema del mundo, su presidente siga considerando la compra de armas como una medida eficaz contra la pandemia. Ni siquiera nos satisface que Bolsonaro haya dejado ya de hacer bromas con la 'gripinha'. Si acaso, la imagen de los operarios desinfectando los cines de Wuhan de cara a la reapertura nos ayuda a soñar con el regreso al mundo que conocíamos.
Pero no nos engañemos. Después de esta catástrofe mundial, nada volverá a ser lo mismo. Ni en lo sanitario ni en lo económico ni, por consiguiente, en nuestra libertad, nuestros derechos y nuestro modo de vida. Nunca lo es, después de una crisis. Esto lo decimos ahora, «en el momento mismo de la desgracia», cuando miles y miles de familias esperan a que les entreguen, veinte días después de su muerte en soledad, las cenizas de alguno de sus seres queridos.
«Las flores delicadas –escribió Henry Miller– son las primeras que perecen en una tormenta». Por eso hay que ser fuertes. Pero en ningún momento perder la delicadeza. De nadie más que de nosotros depende ahora que la superación de esta catástrofe se parezca menos a la Edad Media, como los muros de hormigón de Noja, y más al Renacimiento, como ese esfuerzo de cada día de miles de millones de seres humanos por ser simplemente eso: humanos. Por volver a colocar al hombre en el lugar del que nunca debió salir: el centro de todas las cosas. En armonía y en equilibrio con la naturaleza. De ambas tendencias, las tentaciones medievales y las vocaciones renacentistas, tenemos estos días por lo menos tantos síntomas como del coronavirus. Seamos críticos en positivo. No desaprovechemos la ocasión.
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