A principios del pasado mes de enero, la presidenta de Ciudadanos, Inés Arrimadas, se refería así a Francisco Igea, vicepresidente de la Junta de Castilla y León, su rival en las primarias de hace un año: «Él quiere su sillita y le da igual ... qué partido». En el contexto de la marcha de Lorena Roldán para unirse a las listas del PP en las elecciones de Cataluña, Igea había dicho que contemplaba «todas las opciones» en el futuro, más allá de su partido, porque su intención es seguir en política. De aquella reacción de Arrimadas, del origen de aquellos polvos, esta amenaza de moción de censura que vivimos en la región. La que ha aireado el PSOE de Luis Tudanca desde hace dos semanas y ha puesto patas arriba el hasta cierto punto anodino tablero político de nuestra comunidad. Como hizo el Conde de Montecristo, el secretario general de los socialistas parece que les esté diciendo a Igea y Mañueco: «Hagamos un trato: vosotros pedirle a Arrimadas que os salve, que yo os seguiré golpeando hasta que ella aparezca». Y ahí sigue Tudanca desde hace ya quince días, dale que te pego, cuchareando en las incertidumbres de una iniciativa que, si se dispara, nadie puede hoy asegurar al cien por cien que fracasará.
No es la situación epidemiológica de la comunidad ni el revés judicial sobre el adelanto del toque de queda a las ocho de la tarde ni la gestión de la crisis lo que justifica la iniciativa socialista, sino la debilidad del pacto de gobierno que sustenta al Ejecutivo de Mañueco. Esa debilidad es debida a varios hechos. El primero es uno que, a pesar de ser de perogrullo, se ignora a menudo: el PP perdió las elecciones. Las ganó el PSOE, aunque luego no supiera transformar aquella victoria en poder efectivo.
El segundo hecho es que el acuerdo que armó la investidura de Mañueco llegó fruto de un pacto entre PP y Ciudadanos, no de Mañueco e Igea. Es decir, fueron los partidos y no las personas las que redactaron y firmaron el contrato, la alianza, el matrimonio o como queramos llamarlo. Sin embargo, sucede que, por diferentes razones, a las direcciones nacionales de las dos formaciones les ha resbalado un tanto lo que ha venido ocurriendo por aquí. Líos. Follones.
Tal despiporre no es por sí solo bueno ni malo, pero teniendo en cuenta los roces, choques, enfrentamientos, diferencias, o como queramos llamarlos, entre Mañueco y Casado y entre Igea y Rivera o Arrimadas, sí que lo es. Importante digo. Porque los partidos proporcionan a este tipo de negocios políticos mucha más robustez, seguridad, claridad y cohesión que las vanidades propias de sus protagonistas. A ver, los socios de esta entente dependen de la decisión libre y voluntaria de al menos 41 procuradores de carne y hueso –no de cartón piedra– con nombres y apellidos; a los que –vaya, ahora nos acordamos– no vale con convencer solo una vez; a los que no puedes guardar en un cajón hasta dentro de cuatro años. Y es importante porque, ciñéndonos al caso concreto de Castilla y León, el contrato, la alianza, el matrimonio o como queramos llamarlo se alcanzó a contra pelo, amansando, no sin esfuerzo y perseverancia, el indomable instinto de un verso suelto como Igea, que dobló el brazo del aparato contra el oficialismo de Silvia Clemente y apostaba por sacar al PP del Colegio de la Asunción.
Pero el tercer hecho, y yo diría principal, que causa la debilidad del pacto –merced al cual Tudanca está consiguiendo abrir grietas y capitalizarlas en forma de amenaza de moción de censura– es la fragilidad de Casado y Arrimadas como comandantes en jefe de dos partidos en horas bajas. O muy bajas. Hubiese bastado con que esta semana ambos líderes se hubiesen acercado a Valladolid, hubiesen convocado a todos sus procuradores y hubiesen reformulado el pacto de gobierno a bombo y platillo con una rúbrica simbólica, pero reveladora, de cada uno de ellos. Pero nada, ni eso. Líos. Follones. Cuidado con las mociones porque, acierten o no en la diana, nunca usan munición de fogueo.