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El ascenso de la hija de Amancio Ortega a la presidencia de Inditex, perfectamente natural en un mundo capitalista como el nuestro en que el empresario textil ha edificado un gigantesco imperio, ha desatado sin embargo un debate sobre la meritocracia en España, es decir, ... sobre si el ascensor social funciona con normalidad de acuerdo con los méritos y capacidades de cada uno, o si la cuna es decisiva en lo referente a ocupar un puesto más o menos encumbrado en la escala profesional, de la renta y de la riqueza en el techo de nuestra vida.
El asunto no es sencillo, y desde luego no puede quedar a merced de la demagogia. No estamos hablando de cargos hereditarios -la monarquía estaría en el extremo opuesto de la meritocracia-, ni de empresas familiares en que la herencia es la institución clave (y que no siempre da resultado, obviamente), ni siquiera de ese 1% de privilegiados que disponen del 30% del patrimonio nacional: en el restante 99%, la meritocracia es un desiderátum, un objetivo, inalcanzable en términos absolutos pero hacia el que debemos caminar colectivamente como horizonte político y social indeclinable.
No hay indicadores específicos que nos permitan evaluar el grado de meritocracia. Si acaso, debemos aproximarnos progresivamente mediante intuiciones que casen con los datos de que disponemos. Lo cierto es que la extensión de las clases medias en España y la aplicación oscilante de políticas de becas y ayudas han incrementado el número de universitarios procedentes de los estratos inferiores. Tanto ha sido así que el desprestigio de la mera formación profesional (por motivos no siempre racionales) ha distorsionado el mercado laboral, de manera que ha habido escasez de técnicos medios y exceso de graduados superiores, lo que produce un problema de sobrecualificación.
A pesar de la dificultad de medir la meritocracia, los sociólogos estudiosos de estas materias esgrimen algunos datos muy reveladores. Así por ejemplo, según los análisis de Save the Children sobre el Informe PISA 2018 referente a España, el 48,8% -prácticamente la mitad- de los alumnos pobres repiten curso al menos una vez a lo largo de su proceso educativo; en cambio, sólo el 8,9% de los alumnos ricos lo hacen. Puede decirse por tanto que, en nuestro país, los alumnos pobres tienen cuatro veces más posibilidades de repetir que los alumnos ricos con las mismas competencias. Ello se debe a múltiples razones bien identificables, como la mayor capacidad de presión de los alumnos ricos y sus padres sobre el profesorado, la posibilidad de ofrecer a los hijos clases de refuerzo, etc. No es, pues, extraño que la ley Celaá, que trata de avanzar en el terreno de la igualdad, sea remisa a la hora de permitir las repeticiones, que deberían evitarse a tiempo influyendo sobre el propio proceso educativo mediante una atención especial y discriminada positivamente.
Otro dato expresivo es del abandono escolar según la formación del progenitor: solo abandonan antes de tiempo el 3,6% de los hijos de madres universitarias, y en cambio lo hacen el 20% de aquellos alumnos cuyos padres no tienen estudios superiores.
Con este panorama a la vista, cualquier opción política honrada que se enfrente a la gestión de la educación tiene la obligación de trabajar en pro de la equidad en este terreno. A algunos, sin embargo, nos parece obvio que el logro de la meritocracia no llegará espontáneamente sino que requiere un cierto intervencionismo estatal. Ya que la escuela es la gran herramienta de construcción del futuro, las políticas educativas parecen esenciales a la hora de generar la igualdad de oportunidades.
Quizá por ello la socialdemocracia moderna, que no renuncia a un cierto grado de redistribución, apuesta por el criterio de proporcionar grandes servicios públicos universales y gratuitos como garantía de acceso igualitario al progreso y al bienestar. Si se consigue una formación potente, diferenciada, adaptada a las necesidades de cada escolar y de su entorno familiar, se habrá dado un gran paso hacia la integración de todos en un mundo en que la posición de cada uno dependa más del esfuerzo propio que de la cuna de la que se proviene.
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