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He visto en estos días navideños 'Los dos papas', una película que quizás invita a la reflexión tanto o más que visitar nuestros tradicionales belenes. Inspirada en hechos reales y dirigida por Fernando Meirelles, recrea con gran verosimilitud una serie de encuentros y conversaciones en ... las que el papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, y el papa Francisco, Jorge Bergoglio, argumentan acerca de sus trayectorias personales y debaten sobre el pasado y el futuro de la iglesia católica. Tengo la impresión de que la película huye de la caricatura y de la hagiografía. Por encima de los detalles estrictamente cinematográficos: decorados, vestuario, iluminación… las interpretaciones de Jonathan Pryce como el cardenal Bergoglio y de Anthony Hopkins como el papa Benedicto son más que sobresalientes, a lo que contribuye desde luego su parecido con los protagonistas reales.
Buena parte de la película es un ejercicio de esgrima dialéctica entre los dos últimos cardenales llamados a ocupar el trono de San Pedro. Dos posiciones que representan, a su vez, personalidades muy distintas y hasta concepciones encontradas respecto al papel de la iglesia en nuestros días. Pero Meirelles no retrata a prototipos fríos e impersonales, sino a dos seres cargados de humanidad, de firmeza y también de dudas. A dos hombres de quienes podemos incluso apiadarnos cuando nos acercamos a sus pasiones y debilidades. Acaso como dijo Inocencio X del retrato que le pintó Velázquez: «Troppo vero» («demasiado veraz»).
Creo que uno de esos momentos fundacionales se produce cuando Bergoglio –que viaja a Roma con la firme intención de renunciar al cardenalato– es recibido por Benedicto XVI en los jardines del palacio de Castel Gandolfo. Tras debatir sobre la humildad en el vivir de la jerarquía eclesiástica, el celibato o la homosexualidad, Ratzinger reprende al cardenal argentino: «Creo que da abiertamente los sacramentos a aquellos que están fuera de la comunión, a los divorciados, por ejemplo». Y responde Bergoglio: «¡Oh!, yo creo que dar la comunión no es un premio para los virtuosos, es alimento para los hambrientos». Y sigue la diatriba:
Ratzinger: «¡Ah!, lo que importa es lo que usted cree, no lo que la iglesia nos ha enseñado durante siglos».
Bergoglio: «No, no… Marcos 2, versículo 17: `Vine a llamar a los pecadores´, como la iglesia ha enseñado durante miles de años».
Ratzinger: «Pero si no marcamos un límite…».
Bergoglio: «O alzamos muros que nos separen…».
Ratzinger: «¡Habla de muros como si fueran malos! ¡Las casas se construyen con muros fuertes!».
Bergoglio: «¿Y Jesús alzó muros? Su rostro es el de la misericordia. Cuanto más pecador, más cálida la bienvenida. La misericordia es la dinamita que derruye los muros». En ese momento ambos se levantan del banco donde están sentados y Ratzinger, con cierto fastidio, le dice «¡Tiene una respuesta para todo!».
Las contradicciones, el peso de la responsabilidad como jerarcas de una institución milenaria, la solvencia intelectual, el relativismo moral y hasta el humor sazonan los encuentros del Papa con el cardenal llamado a sucederle. La clave de esta partida está quizás en la 'posición' que se atribuye Bergoglio: «La vida es todo cambio. Nada es estático en la naturaleza ni el universo; ni siquiera Dios». ¿Será verdad?
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